Novalis no era de
este mundo, y lo más parecido a una novela escrita por un ser celeste es Enrique de Ofterdingen. A su lado, Bécquer parece sencillamente un buen
prosista empeñado en lograr algo parecido. El mundo en Novalis aparece transfigurado: qué bueno es estar aquí, dices a
medida que lees, y lo más gordo es que, en un momento dado, se permite una
digresión, la historia de Eros y Fábula, que es aún más fascinante que el
resto.
Enrique es un trovador inspirado en un personaje real, y la
novela es su peregrinaje en busca de la flor
azul: la poesía como sabiduría perenne, tal como la entendían los románticos;
el himno gigante y extraño de Gustavo Adolfo, el bueno de Gustavo Adolfo que con todas sus fantasías
se mostraba aún tan apegado a la tierra, tan vulnerable a las traiciones de las
mujeres, por ejemplo.
La narración está inconclusa: Novalis apenas inició la segunda parte; pero eso le da aún más
encanto. Tieck recopiló los
fragmentos dispersos, “con la devoción con que contemplaría unos jirones de
lienzos de Rafael o Correggio”. Tiene mucho de fábula oriental en su modo de
narrar; pero, si en estas suele haber algún objeto mágico, aquí la magia impregna
objetos y personas, y la poesía irrumpe a cada paso. No deja de resultar chocante
que Novalis fuese un administrador
de minas. Profesión esta, la de minero, que aparece también en la novela con
tintes casi místicos.
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