Últimamente se oye hablar mucho, como si hubieran descubierto la pólvora, del derecho a no terminar un libro. Y digo yo: hombre, claro. A ver quién es el dictador fascista dogmático que quiere quitarnos ese derecho. Que me lo traigan. Por otro lado, quien se obliga porque sí a terminar un libro es tonto del culo. Eso para empezar.
Pero digo porque sí. Y es que, junto a lo del derecho a no terminar, se suele insistir en que la lectura tiene que ser un placer y no una obligación. Y esto no deja de producirme cierto incomodo, porque me trae un regusto a ese nomeapetecismo (con perdón) tan a la orden del día, aún. Una buena lectura es un placer, sí. Pero, ¿ha de ser siempre ese el motivo para abrir un libro, o para no cerrarlo? ¿No puede mediar la curiosidad intelectual, o el deseo de instrucción?
"No me gusta", "no me dice nada"... ¿Has pasado de la página ochenta, acaso? Porque un libro suele ser un todo coherente. En esa página habría dejado yo Retorno a Brideshead si no hubiera sido por años de disciplina, y me habría perdido un final de ovación y vuelta al ruedo. Yo leo, por poner un ejemplo, a Raymond Chandler por gustito, a Thomas Mann por curiosidad y a Martin Rhonheimer para aprender. Y estos últimos pueden darme gustito o no, pero no suelo abandonar la lectura a no ser que: a) no entienda nada; b) el tío se me ponga muy verde (es decir, que me tome por subnormal); c) que se me ponga muy políticamente correcto (es decir, que lo sea él). Bien es cierto que soy profesor de literatura y eso me crea algunos deberes. Tomen y dejen ustedes libros a su aire, faltaría más. Eso sí (y esta es otra): previa información de qué cosas merecen la inversión y por qué.
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