15 octubre 2011

"Si desciendo a lo más profundo


del infierno, o si subo a lo más alto de los cielos, allí estás Tú", canta el Salmo: el que así escruta los corazones es un Dios terrible y celoso, pero tambén poderoso, bueno y misericordioso, un Dios que otorga libertad a los hombres, un Dios que dice: "Aun cuando una madre pueda olvidar a sus hijos, Yo no os olvidaré, dice el Señor" (Isaías, 49, 15). Me ha parecido muchas veces que la antinomia, cuya intensidad crece progresivamente en el Antiguo Testamento, entre el Dios santo, inaccesible, cuyo nombre nadie osa pronunciar, y el Dios de misericordia, cercano a su pueblo, se resuelve, en la Encarnación, mediante una "respuesta" inaudita de "proximidad de Dios". En el judaísmo, después de la venida de Cristo, no queda más que una de las ramas de la antinomia: la de la grandeza de Dios. He aquí por qué, con tanta frecuencia, la mística judía se ve atormentada por la imposibilidad de llegar a Dios. En otras palabras, la imagen del Dios-Padre, del Antiguo Testamento, llega a ser, sobre todo en el judaísmo agnóstico, una especie de espantajo de la paternidad reducida a mera "fuerza y poder".

Charles Moeller, "Franz Kafka o la tierra prometida sin esperanza", en Literatura del siglo XX y Cristianismo
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