30 septiembre 2010

El signo de los cuatro


No sé si Doyle era masón, pero su personaje y sus historias tienen ese aire inconfundible que aúna un racionalismo militante con una querencia irresistible hacia lo mágico. Sherlock Holmes reduce a lógica todo lo aparentemente sobrenatural, pero planea sobre toda la novela la condición casi subhumana del asesino indígena, el secreto de la entente de los Cuatro, la sonrisa helada de la muerte... Toda la segunda mitad del siglo XIX fue así, aparentemente racionalizadora y amiga de la ciencia pero cautivada, más que por lo espiritual, por lo mágico e inexplicable.

Esta es una novela de estructura curiosa, pues el relato del asesino (o, mejor dicho, del responsable), cuando el caso ha sido ya resuelto, es casi una historia independiente, una historia que podía haber dado lugar a una novela de aventuras. Tampoco estamos ante el clásico whodunnit ("quién lo hizo"), donde la identidad del culpable es desvelada en el último capítulo. Pero sí que vemos, como siempre, a Sherlock exhibiendo su anormalidad (lo es, al fin y al cabo), su peculiar capacidad deductiva y su, en el fondo, falsa ausencia total de sentimientos, bajo la que se adivina a veces una asumida impotencia para el trato amoroso.

Nota redactada en junio del 2010

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