Silvestre, que vive en Milán, decide volver a su Sicilia
natal para ver a su madre, toda vez que ha recibido una carta de su padre en la
que le comunica que ha abandonado el hogar. En el viaje, Silvestre conoce a
varios sicilianos. Una vez en su aldea, mantiene curiosas conversaciones con su
madre, la acompaña en su tarea de poner inyecciones a los paisanos y paisanas.
Luego traba amistad con un afilador y otros personajes del pueblo, con los que
mantiene no menos extrañas conversaciones a la vez que evoca, bajo los efectos
del vino, a su difunto hermano que murió en la guerra, transformado, en medio
del cementerio, en un soldado que repite
ejem,
ejem.
Iba con la idea de encontrarme con una novela
socialrealista, tal me la presentaron en la facultad hace varios eones. Pero no
sé de dónde sacan las etiquetas, a veces, estos señores profesores. Solo
superficialmente podemos comparar esto con algo como Los bravos de Fernández
Santos, como no sea en las descripciones del paisaje. Estos personajes me
recuerdan más bien a una película de Fellini,
cuando no a Esperando a Godot o
alguna otra obra de teatro del absurdo. Con qué intención, el autor lo sabe. Elio Vittorini, se llamaba.
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