Dice Jesús Palacios en la introducción que la
historia de la ciencia-ficción ha puesto de manifiesto nuestra incapacidad por
imaginar vidas extraterrestres, ya que lo que hace la ciencia-ficción es no es
sino volver sobre nosotros mismos, bajo las apariencias que sean. Y lo dice
incluyendo a Solaris, aunque quizá sea esta novela de Stanislaw Lem una
de las que más se hayan acercado a pensar algo diferente. En efecto, el intento
de Lem resulta subyugante: poco después de la misteriosa entrada en
escena del narrador y su compañero de trabajo aquel nos revela el objeto de su
investigación, ese planeta Solaris que ha dado lugar a una nueva ciencia, la
solarística; ese planeta cubierto en su mayor parte por un mar de materia
orgánica a la que costó atreverse a calificar de viva. Un ente capaz de
jugar con los seres humanos produciendo copias autoconscientes de otros humanos
ya difuntos y escenarios de todo orden sin que se sepa con qué finalidad o si
acaso la hay. La narración avanza con la frialdad de un informe aunque nos deje
entrever el terror existencial del narrador y del resto de personajes. La
pregunta por el origen está ahí, por supuesto, formulada en términos parecidos
a los de Clarke en 2001 odisea espacial, es decir, como
posibilidad de que el ser humano sea el juguete de una inteligencia
extraterrestre cuya forma y características ni siquiera sospechamos.
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