En Crónicas marcianas somos los terrestres los que
invadimos Marte, contrariamente a la mitología creada por H. G. Wells y
difundida luego por tantas películas, tebeos y demás. Y es una colonización en
apariencia pacífica y progresiva. Digo en apariencia porque la narración de Ray
Bradbury es bastante elusiva, nos deja a los lectores que adivinemos en
gran parte lo que sucede, sorprendiéndonos a cada tramo con una situación nueva
y extraña.
Es en realidad una sola crónica (“Crónica de la
colonización de Marte”, podría titularse), aunque la primera impresión es, en
efecto, de fragmentarismo. Empezando por ese “verano del cohete” que venía en
mi antología de Temas para leer de la EGB, que te deja en la bruma del
misterio, más aún cuando pasas página y te encuentras ya a dos marcianitos,
venerables marcianitos de cierta edad, con su rutina hogareña. Bien es cierto
que se hallan rodeados de un extraño paisaje, usan extrañas herramientas y
lucen un color amarillo, y parecen esperar algo con inquietud contenida. Hasta
que llegamos... y el señor sale en nuestra busca y...
Luego un segundo cohete, y un tercero, y más aún. Y aquí una
marcianita que se parece terriblemente a nuestra abuela difunta, y aquí unos
aguerridos astronautas que solo encuentran el desierto, y luego toda clase de
especies humanas que salen para Marte como antaño a las Indias, y... mira en el
arroyo, hija, y verás un marciano.
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