12 octubre 2016

Cuando todos somos toros


Hay algo que no suele salir en los debates sobre los bestias que desean la muerte a los toreros e incluso a niños enfermos que sueñan con serlo. Me refiero a esto: el español de cuarenta para abajo ha sido educado en la creencia de que el hombre no es más que un animal más evolucionado. Nada nos separa esencialmente, por tanto, de un toro, un perro o un gorila. De modo que la recíproca también es cierta: un toro, un perro o una oveja son "personas" menos evolucionadas. Si hacer violencia (y más aún hacérsela hasta la muerte) a un ser humano causa horror, para estos españoles subdesarrollados la que se hace a un animal merece la misma condena, en pura lógica.

Ya sé que esto no justifica a los miserables que expresan su odio por las redes, pues, independientemente de la educación que uno haya recibido, la mente humana se rebela por instinto contra un asesino y encuentra muy natural que se aplaste a una cucaracha. Digamos que no hace falta haber estudiado antropología para eso. Pero todos sabemos hasta qué punto humanizamos a los animales más cercanos biológicamente a nosotros e incluso les tomamos cariño. Añadamos encima el interés personal por ser un animal (que está en la base, no nos engañemos, de las ideologías materialistas), y tendremos listo el cóctel.

Como explicaba Martin Rhonheimer, nos va mucho en afirmar la diferencia radical de la persona con los animales, porque en la equiparación salimos perdiendo, y mucho. Pensemos en la eutanasia, por ejemplo: todos animales, todos apiolables llegado el caso. Porque al animalista, en el fondo, no le horroriza la muerte, sino el dolor. Despenaría sin dolor a su perro para evitarle sufrimientos; por qué no al abuelo que ya se siente inútil o le hacemos sentir inútil. La lógica es implacable.