No me entusiasmaron nada los inicios, con ese sir Henry
petulante y sus ocurrencias cínicas, que no sé si escandalizarían entonces,
pero que hoy parecen propias de una celebridad televisiva cualquiera. Un Luis
Eduardo Aute o un Joaquín Sabina resultan más ingeniosos.
Sucede que luego te das cuenta de que es el sir Henry el que
va a quedar mal, o por lo menos como un pobre fantasma, ante la tragedia que se
desarrolla en la novela. Frente a él, tal vez imagen del Oscar Wilde más
superficial (de su máscara, como con acierto dice Ignacio Arellano),
aparece aquí en su propio infierno un Dorian Gray en el que hoy es fácil ver la
imagen del laicista contemporáneo y del que Wilde supo tomar distancias.
Es ese hombre que huye de su propio retrato hasta el punto de asesinar a quien
se lo muestra, porque no puede soportarlo. El hombre que se ha fabricado una
respetabilidad artificial mientras viola su conciencia una y otra vez hasta la
hora de la verdad. Si llamamos corrección política a la carita guapa de Dorian
Gray e Iglesia al pintor que insiste en ponerlo frente a su imagen, la cuenta
sale, aunque Oscar Wilde no tuviera una intención tan explícita y aunque
la corrección política llevara otros nombres en su tiempo. Es curioso que en su
día ciertos críticos tildaran la obra de diabólica, o poco menos. Wilde
debió de reírse bastante con ello.
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