Todos sabemos que si el sexto y el noveno mandamientos
fueran ahora mismo derogados por la Iglesia (en el supuesto de que pudiera
hacerlo), la furia anticristiana decaería más que notablemente, aunque eso no
supusiera un aumento del número de cristianos. La tesis central de este ensayo
es que la pérdida del sentido de la familia precede al ateísmo y a la
indiferencia frente a la religión en nuestro mundo, y no al revés como
comúnmente se cree. Un mundo incapaz de concebir el matrimonio indisoluble y el
valor de la familia numerosa deja de entender cosas como la paternidad de Dios
o el amor de Jesucristo. Y en la medida, también, en que las iglesias
cristianas dejan de lado el factor familia, colaboran en su propia caída.
Es un libro lleno de datos a favor de su tesis, por
supuesto, pero, fuese primero el huevo o la gallina, al ciudadano le basta
darse cuenta de que ambos fenómenos discurren paralelos. Y, siendo el
agotamiento de la unidad familiar el preludio del fin del hombre, la conclusión
se impone: seremos religiosos o no seremos. Mary Eberstadt concluye con
unas "razones a favor del pesimismo" y unas "razones a favor del
optimismo". Entre estas incluye el hecho cierto de que a la sociedad le
resulta carísimo tanto el declive familiar como el religioso: "¿Le interesa
a la sociedad favorecer la práctica religiosa? Solamente si le interesa
favorecer la calidad de vida, la salud, la felicidad, la gestión de lo
cotidiano, una menor delincuencia, menos depresión, y otros beneficios
parecidos, asociados a la implicación religiosa". Claro que esta
asociación, como dice un tal Charles Murray al que cita Eberstadt,
es tan conocida por los sociólogos como obviada por los periódicos y los
políticos.
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