La película Barbary Coast (Howard Hawks y William
Wyler, 1933) nos muestra un San Francisco primitivo, embrionario, con
calles en las que puede hundirse uno en el barro y una perenne niebla que hace
más inhóspito el paraje. Un cacique encarnado por Edward G. Robinson
impone allí un régimen de terror que no notan quienes se limitan a buscar oro y
gastarlo en la ruleta, fraudulenta por supuesto. Sí lo notará el primero que se
atreva a fundar un periódico.
No puedo evitar ver en este cacique el antecedente remoto
del lobby gay, dueño hoy de San Francisco. En la película, la ciudadanía
reacciona y el periódico se atreve por fin a lanzar noticias en libertad,
aunque le cueste sangre. Es una de tantas producciones que muestran cómo la
sociedad norteamericana conquistó sus libertades. La figura de Robinson,
en medio de su prepotencia, resulta ridícula, con su vestuario floreado y su
pendientito. Hoy la historia de los Estados Unidos parece desandar su camino,
cuando los periódicos vuelven a lucir un bozal impuesto por tipejos ridículos
con el poder de dar muerte civil a quienes osen contrariarles. No carecen de
esbirros, algunos, como en la película, con toga y todo.