04 septiembre 2015

Los tres mártires



Los cuentos de Flannery O´Connor siempre me dejan perplejo,  y en concreto el más famoso, quizá, de todos ellos, Un hombre bueno es difícil de encontrar. La exégesis que asegura que la abuela, a punto de ser asesinada, está suplicando a su asesino por sí mismo, y no por ella, me resulta forzada. Tan inverosímil como la anécdota que cuenta Fabrice Hadjadj y que me recordó inevitablemente al crudelísimo cuento de la de Georgia:


Torturados los tres (mártires), el primero de ellos dio un grito, el segundo permaneció impasible y el tercero berreó hasta dejar sordos a los demás. El mismo día por la tarde, el verdugo torturador los visita en la celda. Le dice al primero: "Has gritado; ¿es que no te ha ayudado tu Dios? --Me ha ayudado" --respondió-- "para que sea un hombre de verdad. Si no me hubiera dolido, yo no hubiera gritado que me estabas haciendo daño, habría negado la ley de la sensibilidad que me dio mi creador y tú habrías podido creer que tus golpes no eran tan dolorosos. ¿Dónde habría estado el límite? ¿Con qué inconsciente brutalidad no habrías golpeado a los que viniesen tras de mí?"

El torturador se quedó un poco turbado. Se acercó al segundo: "Tú has permanecido impasible, todo lo contrario que tu compañero. ¿Qué tienes que decir?

--No soy yo quien permaneció impasible", respondió el segundo, "Cristo me concedió esa gracia. Te juro que yo soy un quejica. Anteayer estuve llorando porque tenía hemorroides. Era yo el que sufría. Hoy, Cristo vino a sufrir en mí. Nada es imposible para Dios".

El torturador estaba cada vez más molesto. Por él, los habría llevado de nuevo al potro, pero sabía que ya habían recibido una buena dosis: había que dejarlos que repusieran fuerzas, que volvieran a generar una superficie sensible para darles con fuerza unas vueltas de torno. Pensó, pues, reconfortarse con el tercero:

"Tú, pobrecito, no has salido tan bien parado como tus compadres. ¡Te has desgañitado como un cerdo al que sacrifican! ¡Todavía me silban los oídos! De vez en cuando gemías como una mujerzuela: "¡Ten piedad!" Y después me llamabas hermano para que yo aflojara el brazo: "¡Hermano mío, ten piedad! ¡Te lo ruego, ten piedad!""

Y el verdugo estallaba en una risa forzada.

"Hermano mío", respondió el tercero, "porque verdaderamente eres mi hermano: si he gritado, ha sido menos por mi carne que desgarrabas que por tu alma que yo te veía destruir. Yo lanzaba los gritos de tu propia conciencia. Me hacía eco de tu propio corazón: un cerdo al que sacrifican, como tú mismo dices, pero al que no quieres oír. Vuelvo a rogarte ahora por ese Dios al que desconoces, ¡ten piedad de ti!"

(En Tenga usted éxito en su muerte)


Hay que haber llegado a un grado más que eminente de santidad para eso, no cabe duda. Pero, bien pensado, el que da la gracia para no quejarse puede conceder la de tener los mismos sentimientos que Él tenía en la cruz.

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