Los cuentos de Flannery O´Connor siempre me dejan
perplejo, y en concreto el más famoso,
quizá, de todos ellos, Un hombre bueno es difícil de encontrar. La
exégesis que asegura que la abuela, a punto de ser asesinada, está suplicando a
su asesino por sí mismo, y no por ella, me resulta forzada. Tan inverosímil
como la anécdota que cuenta Fabrice Hadjadj y que me recordó
inevitablemente al crudelísimo cuento de la de Georgia:
Torturados los tres (mártires), el primero de
ellos dio un grito, el segundo permaneció impasible y el tercero berreó hasta
dejar sordos a los demás. El mismo día por la tarde, el verdugo torturador los
visita en la celda. Le dice al primero: "Has gritado; ¿es que no te ha
ayudado tu Dios? --Me ha ayudado" --respondió-- "para que sea un
hombre de verdad. Si no me hubiera dolido, yo no hubiera gritado que me estabas
haciendo daño, habría negado la ley de la sensibilidad que me dio mi creador y
tú habrías podido creer que tus golpes no eran tan dolorosos. ¿Dónde habría
estado el límite? ¿Con qué inconsciente brutalidad no habrías golpeado a los
que viniesen tras de mí?"
El torturador se quedó un poco turbado. Se acercó al
segundo: "Tú has permanecido impasible, todo lo contrario que tu
compañero. ¿Qué tienes que decir?
--No soy yo quien permaneció impasible", respondió
el segundo, "Cristo me concedió esa gracia. Te juro que yo soy un quejica.
Anteayer estuve llorando porque tenía hemorroides. Era yo el que sufría. Hoy,
Cristo vino a sufrir en mí. Nada es imposible para Dios".
El torturador estaba cada vez más molesto. Por él, los
habría llevado de nuevo al potro, pero sabía que ya habían recibido una buena
dosis: había que dejarlos que repusieran fuerzas, que volvieran a generar una
superficie sensible para darles con fuerza unas vueltas de torno. Pensó, pues,
reconfortarse con el tercero:
"Tú, pobrecito, no has salido tan bien parado como
tus compadres. ¡Te has desgañitado como un cerdo al que sacrifican! ¡Todavía me
silban los oídos! De vez en cuando gemías como una mujerzuela: "¡Ten piedad!"
Y después me llamabas hermano para que yo aflojara el brazo: "¡Hermano
mío, ten piedad! ¡Te lo ruego, ten piedad!""
Y el verdugo estallaba en una risa forzada.
"Hermano mío", respondió el tercero,
"porque verdaderamente eres mi hermano: si he gritado, ha sido menos por
mi carne que desgarrabas que por tu alma que yo te veía destruir. Yo lanzaba
los gritos de tu propia conciencia. Me hacía eco de tu propio corazón: un cerdo
al que sacrifican, como tú mismo dices, pero al que no quieres oír. Vuelvo a
rogarte ahora por ese Dios al que desconoces, ¡ten piedad de ti!"
(En Tenga usted éxito en su muerte)
Hay que haber llegado a un grado más que eminente de
santidad para eso, no cabe duda. Pero, bien pensado, el que da la gracia para
no quejarse puede conceder la de tener los mismos sentimientos que Él tenía en la
cruz.
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