Cada vez que se muere una escritora en España es obligado
utilizar ciertos adjetivos: tristes, difíciles, gris... en
referencia a las circunstancias en que desarrollaron su labor, por ser mujeres
y por haber lo que había. Acaba de suceder con Ana María Matute. Uno
puede recibir la impresión de que los escritos de estas mujeres permanecieron
en el cajón hasta que cumplieron los sesenta o que sólo vieron la luz en
Francia o en Uruguay. Y, sin embargo, hablamos de la época en que Elisabeth
Mulder, Luisa Forrellad, Concha Alós, Carmen Laforet, Carmen
Kurtz, Elena Quiroga, Dolores Medio, Carmen Martín Gaite,
Eulalia Galvarriato, Paulina Crusat, Mercedes Salisachs, Carmen
Conde, Concha Zardoya, Gloria Fuertes o la propia Ana
María Matute publicaban y eran reconocidas con los premios Planeta, Nadal y
otros. Nunca hubo tanta producción literaria de autoría femenina como en aquella
época, si exceptuamos la siguiente, claro.
De Ana María Matute conozco una novela bien escrita, La
torre vigía, y una buena novela, Primera memoria. Hay una diferencia
entre ambas cosas, sí, aunque Primera memoria también está
estupendamente escrita. Si añado su cuento infantil Paulina, que tuve
que leer para ver qué les estaba ofreciendo a los de 1º de la ESO, Matute
se me revela como una escritora de gran sensibilidad que no pierde de vista la
famosa circunstancia, es decir que se une al inmenso why que
constituye toda literatura de posguerra, por utilizar el eslogan que se
puso de moda cuando la guerra de Vietnam. Una sensibilidad y una compasión
hacia el ser humano sufriente que compensa en cierto modo la ausencia de ideas,
no digamos de respuestas.
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