A Gonzalo Fernández de la Mora le interesa más
criticar el igualitarismo que analizar la envidia. No es un moralista. Por eso
la primera parte del libro, que es una visión histórica de lo que se ha pensado
acerca de este vicio, está de más, es anodina e interminable. De hecho creo que
el exceso es el pecado de todo el volumen. Cuando busca razones para demostrar
la desigualdad de los seres humanos, se lanza a una lección magistral sobre los
cromosomas y los genes, a todas luces superflua. Es como si no hubiera
entendido que el adjetivo igual, iguales, tiene un gran potencial
analógico, es decir, que no expresa lo mismo, ni mucho menos, en todos los
contextos. Que no somos idénticos no necesita demostración, y no es eso
lo que pensaban los redactores de las diversas declaraciones de derechos
humanos.
Estoy conforme en que es la envidia lo que da origen, en
parte al menos, a las ideologías igualitarias; pero, para barrer todo vestigio
de racionalidad a la idea de que somos iguales, Fernández de la Mora
procede por reducción al absurdo y se ríe incluso del principio de igualdad
ante la ley con el argumento de que la ley no es igual en todos los tiempos y
países, y lo mismo hace con la igualdad de oportunidades, oportunidades que,
está claro, no dependen solo de la buena voluntad del gobernante. Y te
encuentras a menudo con este tipo de obviedades, envueltas eso sí, en el cultísimo
lenguaje que caracteriza a nuestro autor, pero que aquí se me antoja pedante:
¿cómo tomar en serio a un hombre que dice fruir por "disfrutar"
o abscóndita por "escondida"?
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