Va uno y se marca un libro con el título Los (anti)intelectuales de la derecha
española. La intención ya se ve, pero el tío tiene que justificarlo, así
que acude a un dato histórico cierto: el término intelectual, como sustantivo, nace en los años del asunto Dreyfus,
designando a aquellos escritores, por lo general de izquierdas, que defendieron
la inocencia del capitán frente a las gentes
de orden (derechas) que le acusaban, movidos en parte por el muy extendido
prejuicio antijudío de la época. Con el tiempo, el término se liberó de esa
restricción significativa y pasó a designar a todo aquel que trabajaba con el
intelecto: lo que en los tiempos antiguos era un filósofo, en la Edad Media un clérigo,
en el Renacimiento un humanista y en
el siglo XVIII español un literato. Y
ello con independencia de las ideas del sujeto en cuestión. Pero ¿a qué dejar
que la realidad te estropee un buen argumento, sobre todo si te permite
sugerir, como quien no quiere la cosa, que los de derechas no piensan?
De todos modos, ¿por qué no seguirle el juego?
Antiintelectuales: ¿y qué? Al fin y al cabo, una constante de los movimientos
subversivos del pasado siglo ha sido el orgullo de contrariar los valores
establecidos: se glorificó al antihéroe,
se habló de la contracultura… Poco
hay de vergonzoso en llevar la contraria a unos intelectuales que apoyaron el sistema político más sangriento de la
historia y a otros que hoy son más orgánicos que los Pemanes o los Laínes de
los 40: hoy los valores establecidos son los de la izquierda, hasta el punto de
que lo que llamamos corrección política
se basa en buena parte en ellos. Asi que, si yo viviera de escribir, no lo
dudaría: he aquí un antiintelectual.
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