El protagonista de esta historia, como suele ser habitual
entre los de su autor, vive entre el presente y el pasado, siendo al mismo
tiempo un humanista del Renacimiento y un rebelde que va a ser condenado a
muerte por haber elegido morir. Sí, pues tal es la paradoja de esta distopía,
donde la humanidad ha superado la muerte como si se tratara del sarampión, se
ha puesto una inyección de inmortalidad y castiga con la muerte a quien decide
vivir al viejo estilo, es decir, a tiempo limitado. El Acusado (no tiene otro
nombre nuestro hombre) no se rebela contra nada, por más que sus enemigos
intenten demostrar lo contrario. Que sea inmortal quien quiera serlo, pero yo
quiero tener la libertad de amar y de morir. El tiempo y el amor, en efecto,
han sido abolidos junto con la muerte en esta sociedad. Y nuestro acusado
intuye que, de algún modo, sólo el amor le dará una eternidad que merezca la
pena, mientras que los otros no son más que muertos en vida.
A la ya de por sí barroca escritura de Antonio Prieto
se suma aquí una estructura bastante compleja. El punto de vista narrativo es múltiple
y el autor se complace en algunos juegos experimentales muy propios de su época
(1972), como esos monólogos que concatenan la última palabra de una frase con
la primera de la siguiente. Es un virtuosismo narrativo que quizá complique
innecesariamente la novela, ciertamente minoritaria, pero con una interesante lectura
a lo divino, muy ratzingeriana diría yo, si damos la interpretación adecuada
a ese Amor y a esa Palabra que, nítidamente distintos, se erigen sin embargo, conjuntamente,
en vehículo de salvación.
(La imagen es de la edición de 1972; no he encontrado ninguna de la de 1986, que es la que he leído y que, al parecer, introduce algunos cambios. Véase esto.)
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