a partir de los héroes del cómic, de los héroes de su infancia, claro, que es la mía. Y realiza una interesante comparación entre dos personajes medievales: el Capitán Trueno y el Príncipe Valiente. Se fija en algo que yo he explicado muchas veces para hacer ver la diferencia entre la novela moderna y las historias antiguas de aventuras: que el Capitán Trueno, por ejemplo, no cambia nunca, permanece igual a sí mismo en vestimenta, edad, compañías y estado civil, y también en preocupaciones, que no parecen ser sino el modo de derrocar a un tirano y el que sus amigos no sufran daño por parte de los malos. Pero apunta también algo en que yo no solía reparar, y es que el Capitán Trueno no tiene pasado, ni feudo (¿de dónde es capitán?, ¿quiénes son sus vasallos…?), ni oficio, salvo deshacer entuertos (¿de qué vive este hombre?, ¿de qué viven sus amigos?), ni siquiera nombre.
Para Aranguren,
esto muestra que el Capitán es solo una idea, como las ideas platónicas, la
idea de heroísmo. Mientras que el Príncipe es el héroe real, con su
circunstancia, con sus defectos, con sus dudas. En efecto, Val tiene un origen,
cambia de indumentos, hay una trayectoria vital, tiene momentos bajos, se casa,
tiene hijos.
Hay posibilidad de heroísmo en la vida cotidiana, concluye
Aranguren. Podemos emular al Príncipe Valiente aunque nuestros vikingos y
nuestros caballeros felones sean la enfermedad, Hacienda o los hijos
adolescentes (los ejemplos son míos).
Mucha gente sigue pensando con sensatez en España. Pero uno
se la juega también en detalles insignificantes, esas pequeñas zorras que
destrozan las viñas. Pequeñeces que muestran que copiamos los esquemas del
enemigo.
Me hago mirar de vez en cuando mi piel excesivamente fina,
pero no puedo evitar que me salte la alarma cuando Aranguren, por ejemplo, se refiere “al matrimonio, a la pareja…”
¿Era necesario añadir esto último? ¿Es inevitable asumir la igualdad
entre ambas formas de convivencia?
Otra: respondiendo a una estúpida pregunta sobre si la
mediocridad del Capitán Trueno refleja la de la vida española de la época (lo que
hace una soberana injusticia a los españoles que levantaron un país desde la
más terrible postración y parece sugerir que ahora gozamos de altos niveles de
cultura o de ética), Aranguren alude
de pasada a Roberto Alcázar y a eso que se dijo de que era el vivo retrato de José Antonio (que ya es echarle
imaginación, teniendo en cuenta la simplicidad del trazo de estas historietas),
para dejar caer: “…tiene una pinta de falangista, el pobre…” ¿Por qué el pobre, por favor? ¿Habría dicho igual
“tiene una pinta de miliciano socialista, el pobre”? Me pregunto cuántos
ladrillos han puesto en ese constructo totalitario de la “memoria democrática”
los del lado derecho, a base de asumir el discurso socialista. Oigo a Aranguren decirme que él no es de
ningún lado, e incluso que de ser, sería del lado izquierdo. Claro. Solo que me
temo que esas etiquetas no somos ni él ni yo los que las repartimos.