Decía Miguel Delibes que la novela no debía tener
como fin entretener, sino inquietar. En ese sentido, los relatos de Flannery
O´Connor son ejemplares. Inquietan en más de un sentido, ya que no solo nos
dibujan unos seres humanos realmente monstruosos, muy cercanos al auténtico
rostro del pecado, que solo Dios puede ver en su esencialidad, sino que nos
dejan siempre con la duda ante el sentido del propio relato. Y esto lo digo
como un dardo lanzado contra mí mismo, confesando mi impotencia como lector ante
una artista que adivino muy superior a mis fuerzas.
Por suerte cuento con los artículos que nos enlaza Ángel
Ruiz Pérez en su blog sobre la autora, que, aunque en inglés, lengua que
comprendo a muy bajo nivel, me permiten aclararme un poco, como me sucede con
esas películas de autor en que tras leer los comentarios me digo:
"ah, claro, era eso". Y lo que más me sorprende es cómo todos estos
exegetas encuentran el papel de la gracia divina, nada menos, en los relatos de
la O´Connor. Bien es cierto que ella misma se ha encargado de
revelárnoslo, en cartas y artículos. Pero yo, salvo en alguno como
"Revelación", ni flores. Es cierto que se aprecia en la mayoría un algo
que sucede en determinado momento y que parece influir en el protagonista. Veo
que algo le sucede a Parker cuando ve arder su tractor, pero no imagino que a
partir de ahí se le revela el valor de la encarnación de Dios que él buscaba a
ciegas en sus tatuajes, y mucho menos me imagino cómo puede influir esa
gracia en su conducta posterior, posterior al final del cuento, quiero
decir. Final que, al menos aparentemente, es, como en muchos otros, de una
tremenda desolación. En fin, una lección de humildad.
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