En su segunda novela Hammett
optó también por el formato de varios relatos en uno, unidos por algunos personajes.
Enlazar en una las diversas tramas resulta un tanto embrollado e inverosímil. Por
otra parte, la novela coquetea descaradamente con lo terrorífico, lo gótico si queremos, aunque sin caer en
las soluciones fantásticas: al final, nos hallamos ante una historia de
embaucadores y drogadictos. Uno de los momentos más espeluznantes, de hecho, es
la desintoxicación de la protagonista por parte del innominado detective que
nos es familiar por otros relatos de Hammett.
Ahí se ve una ración de anabolizante
didáctico por parte del autor, que debía de conocer bien ese paño.
La maldición es la que supuestamente afecta a la familia materna
de Gabrielle, una chica hipersensible cuyos padres resultan ser unos pájaros de
cuidado, nada escrupulosos a la hora de utilizar a la hija. Lo que en la primera
parte es una historia a lo Sherlock Holmes (El
estudio escarlata, El signo de los
cuatro), con un pasado abracadabrante que se revela al final, se complica
luego con unos sectarios tipo Warren Sánchez y asesinatos (al parecer)
rituales, para acabar en un ambiente de pistolerismo rural en el que Hammett se mueve más a sus anchas. La
solución final, como digo, es complicada, aunque sorprende poco en cuanto al culpable
último de los múltiples asesinatos a los que tiene que asistir este sabueso que
debía de ser de hierro para no acabar en un convento budista como Rambo.
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