"Quien bien te quiere te hará llorar", dice el
refrán. Hay una ternura del palo. El que quiere mi felicidad, cuando me alejo
de ella, no puede sino corregirme. El buen padre no trata de otra forma a su
hijo querido. Si por sensiblería o por temor a disgustarlo le evitara la
reprimenda cuando es necesaria, su amabilidad sería de una crueldad refinada.
El niño al que se acaricia de esta forma sería un niño más maltratado que uno
al que se golpea: se le dejaría pudrirse por dentro, sin incurrir en delito.
Sufriría un maltrato espiritual. Disfrutaría de golosinas tan azucaradas que le
provocarían caries hasta en el alma. Una buena trabajadora social debería citar
al padre y ordenarle que castigara a su hijo, bajo pena de retirarle la
custodia: "Usted le consiente sus caprichos, lo adormece en la pereza y la
comodidad, ¿qué va a ser de él? Su alma será tan pusilánime y susceptible que
odiará a todo el que contraríe sus apetitos: será incapaz de escuchar a los demás,
caerá en la presunción o en la desesperanza, acabará siendo un asesino o un
suicida".
Fabrice Hadjadj,
Tenga usted éxito en su muerte, Introducción.
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