Uno nace inevitablemente bueno o malo; si nace
bueno, será absolutamente incapaz de hacer el mal; si nace malo, no tendría
sentido que se propusiera ser bueno, pues sería renunciar a sus posibilidades,
ya que es el mal lo que hace avanzar el mundo. Es difícil saber hasta qué punto
el propio Wenceslao Fernández Flórez se creía esta tesis, enunciada por
uno de sus personajes e ilustrada por el otro. No deja de ser una reflexión
amarga que quizá nos hemos hecho alguna vez tras sufrir una injusticia, pero
que no resiste el análisis, ya que olvida cosas fundamentales como que el bien
no consiste sólo en dejar de hacer cosas, que el mal no deja de ser mal
porque se haga chapuceramente, y que si en efecto hay gente que siente más
repugnancia que otra a cometer maldades es gracias a la educación recibida y no
debido a una especie de tara de nacimiento.
De hecho advertimos a lo largo de toda la novela una
simpatía hacia el pobre hombre que le da título y un frío desprecio hacia quien
se aprovecha de él, es decir, de los malos. De modo que prefiero
interpretar el sarcasmo del autor como una pregunta: ¿por qué hemos dejado que
las cosas sean así, o que alguien se vea obligado a pensar la realidad en esos
términos?
Ya ven que me estoy tomando perfectamente en serio una
novela de humor, eso que tantas veces nos han pedido que hagamos. Tras ese
tratamiento humorístico, tan propio de los españoles (Ramón, Mihura,
Jardiel), se esconde una de las obras más pesimistas de nuestro siglo
XX. Carabel es un bueno en el mal sentido de la palabra, un pelanas patético
que recuerda a los héroes del cine mudo o a ciertos papeles de Peter Sellers
o Woody Allen. Sin embargo, la novela no deja de presentar curiosos
contrastes: frente a episodios a lo Berlanga como el de la carrera
pedestre organizada por los patronos tenemos la historia dramática de los
desengaños amorosos del policía amigo de Carabel, que nos da la clave de su
visión sombría del mundo.
__