De los autores que uno explica con cierta extensión en clase,
Gabriel García Márquez era probablemente el único vivo. Ahora ya no lo
es. Era el ídolo de los universitarios de mi generación y resulta difícil decir
hasta qué punto eso se debía a la literatura o a la política. Personalmente me
alejé de esos autores desde que vi en la televisión una serie basada en novelas
hispanoamericanas del XX, llamada Escrito en América, una cosa realmente
soporífera.
Creo que si pudiéramos acercarnos a la cara de los
personajes de García Márquez descubriríamos que tienen ojos de muerto.
Es un mundo peculiar, sí, un mundo mágico, sí, y sé que a mucha gente le
fascina, pero a mí me produce cierto repeluzno. El coronel es una especie de Sísifo
sin pedrusco, mirando cada día el buzón, y los demás parecen actuar a fuerza de
reflejos, sin sangre en las venas y, desde luego, sin el hilo de esperanza que
es el motor de la citada narración. Tal vez el colombiano tuviera de Juan
Rulfo y de su Pedro Páramo mucho más de lo que se ha dicho. De todos
modos, tampoco puedo opinar mucho habiendo terminado sólo el Coronel y
la Crónica (por cierto: si Borges no hubiera tenido a Eduardo
Mallea, tal vez podría haberle aplicado a García Márquez su famosa
ironía sobre aquel: "qué lindos títulos pone; es una lástima que tenga la
costumbre de adjuntarles un libro"). De otras obras suyas, como los Cien
años y la Candida Eréndira, me produjeron rechazo, qué le vamos a
hacer, las frecuentes incursiones en el asunto venéreo. En efecto, estos seres
sin sangre parecen conservar sólo la que pone en marcha el chimbo, que dicen en
Colombia. Gabriel García Márquez o cómo fornican los zombis. Pero ya
digo, esto es mi opinión a día de hoy y puede cambiar si Dios me da vida, larga
vida.