A través de este volumen de J. D. Hirsch descubrimos
que la pedagogía implantada en España con la LOGSE tiene su origen en los
Estados Unidos a principios del siglo XX. Hirsch acusa de ella a un tal Kilpatrick,
por encima de John Dewey, a quien se suele tener por padre del invento. Hirsch
la llama pedagogía romántica, con cierta razón, aunque quizá generalizando
demasiado. Se trataría de liberar al alumno de trabas para que pueda llegar a
aprender por sí mismo, construir sus propios aprendizajes, y todo eso
que seguro les suena.
El ensayo tiene una parte negativa y otra positiva. La
negativa se dedica a desmontar los principios fundantes de la pedagogía de
marras. Era hora de que alguien dijera que eso de aprender a aprender no
es más que un flatus vocis, aparte de un absurdo, porque si uno no sabe
aprender, ¿cómo va a aprender a aprender?, a no ser que haya que aprender a
aprender a aprender, y así hasta el infinito, si no es que a aprender a
aprender a aprender ya viene uno aprendido.
La parte positiva es la recuperación de la enseñanza como
transmisión de conocimientos, que no se reduce a la pura memorieta, aunque esta
sea indispensable. Tal enseñanza va creando un capital intelectual
(concepto básico en la obra) que sirve al estudiante para ir realizando
posteriores aprendizajes y, de paso, a ejercer el espíritu crítico, del que
tanto hablan los pedagogos románticos: pues este, lógicamente, debe
ejercerse sobre algo, cosa que no se logra, por mucho que se pretenda,
cuando se han dejado las cabezas vacías.
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