21 mayo 2010

El jorobado o Enrique de Lagardere


Novelón del XIX, de esos que solían publicarse por entregas. No sé si será este el caso, pero lo parece, por la manera en que el autor retrasa el desenlace, de manera que una y otra vez el lector cree hallarse ante el final y surge algo que vuelve a demorarlo. Diría que le sobran doscientas páginas; porque además esas demoras no introducen nuevas complicaciones o enredos, sino trabas a la consecución del fin por parte del protagonista. Le sobra también sentimentalismo, pero ese es mal común a las narraciones populares, incrementado por el paso del tiempo: esos llantos, esas explosiones de felicidad, esas damas que imaginan que toda la desgracia del planeta se ha acumulado sobre ellas y no lo saben callar, incitan a la risa o a la parodia. Un encantamiento llevado a cabo por una gitana, y totalmente fuera de lugar (aunque muy del gusto romántico), acaba de completar el cuadro de defectos de esta obra. Con lo cual, y en justicia, pasamos a sus virtudes, que no son pocas y compensan ampliamente. Pues, en efecto, la narración es apasionante y arrastra al lector de página en página. Quien escribió esto tenía el don de la fabulación, una destreza que iguala la de sus personajes con la espada, y que para sí quisieran todos los narradores actuales. Hay que volver a los espadachines.

Nota redactada en diciembre de 1998. Por cierto, el autor es Paul Féval.

__