Andrés Trapiello, el gran defensor de las causas perdidas, es nada sorprendentemente el compilador de esta antología de Leopoldo Panero, una de las víctimas más tempranas, en el ámbito cultural, de la histeria antifranquista desatada hace ya cincuenta años. Me encuentro con un autor muy machadiano, cantor del paisaje desde la melancolía (“Hoy escucho al pasar junto a tu hondura mi propio corazón, mi furia triste…”, ¿cómo no recordar los “Campos de Soria”?), un paisaje en el que se derraman las propias emociones. Como Machado, Panero prefiere también las formas clásicas: sonetos, sí, como era usual en su generación, pero también tercetos, silvas, romances. Como él, más que él en realidad, pulsa con frecuencia la nota religiosa, en tono de contrición (“Por haberte perdido, por haberte encontrado…”) o de exaltación de lo creado (“Palabra vehemente de las cosas inanimadas… transparentes de Dios”); y la familiar, con poemas a los hijos o a la madre. Hay algunos poemas extensos, como el dedicado a la catedral de Astorga, en endecasílabos blancos, o el Canto personal, en tercetos, del que solo se reproduce un fragmento.
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