18 noviembre 2006

Los novios

Los novios
deja traslucir, por debajo de su estilo no tan arcaicamente romántico como cabría esperar, una personalidad enormemente madura en lo religioso, lo que no deja de suponer un ingrediente grato en la lectura de una buena novela. Los lectores de hoy somos impacientes, y las setecientas páginas de apretado texto nos hacen suspirar por el final, pero no por cansancio, ciertamente, sino por interés en la peripecia de Renzo y Lucía, que es más espiritual que novelesca. Es grato, decía, oír reconocer a un novelista contemporáneo (el siglo XIX es contemporáneo) que no habría simulación de santidad si no existiese la santidad misma: "estas demostraciones [de devoción, de piedad]... la hipocresía no necesita mayor esfuerzo para hacerlas, que la bufonería para ridiculizarlas... Pero, ¿acaso dejan por eso de ser la expresión natural de un sentimiento virtuoso y sabio?"

Una de las mayores lecciones que se pueden extraer de la lectura de esta novela es que las edades anteriores a los Derechos Humanos fueron ciertamente bárbaras: lo que nos relata Manzoni sobre las condenas de brujas o la represión de los supuestos causantes de la peste espeluzna; pero que en ellas existieron los gérmenes de santidad que hicieron posibles los ulteriores progresos en humanidad. Es el cardenal Borromeo, uno de los santos de la novela, quien sufraga la dote de una joven a la que su padre quería meter monja, contra su voluntad, por no tener fortuna. Y es el que se enfrenta valientemente con su propia conciencia, como el innominado, quien es capaz del mayor bien.