12 octubre 2018

El cero y el infinito


En los años 80 aún había tipos que escribían novelas sobre conspiraciones de militares fascistas que querían hacerse con el control del mundo. Cuando uno lee cosas como El cero y el infinito se queda perplejo ante la ceguera de tantos y tantos europeos acerca de dónde residía (y sigue residiendo, probablemente) el peligro. Porque lo que cuenta Koestler no es una ficción tipo 1984 o Nosotros, sino un auténtico documental sobre el sistema político más antihumano que han dado los siglos. No me importa lo que tenga Rubachof del propio Koestler, porque su tragedia fue la de muchos en los años de Stalin. Ser víctima de la paranoia del Número 1 era estar condenado, no ya a muerte, sino a un proceso de extirpación de la dignidad humana, lento y penoso, en el que uno llega al punto de aborrecerse a sí mismo y no estar seguro de nada, ni siquiera de que merezca la pena seguir resistiendo.

El cero y el infinito es la crónica de ese proceso, en la carne y en la psique de un antiguo hombre de confianza del Número 1 (¿paranoia, dije antes? Tal vez no, sino la lucidez del tirano en estado puro, que marca como peligroso a todo aquel que un día deja de cantar sus loores). En ese sistema, la muerte solo podía llegar en estado de dignidad a aquel que supiese que esa dignidad residía en su condición de hijo de Dios, como mostraron tantos mártires. Cuando eso falta, como a Rubachof, uno llega a plantearse incluso si sus torturadores no tendrán razón y él no será mas que un miserable traidor: venga el tiro en la nuca y acabe conmigo, en todo caso. Esa es la tragedia de Rubachof. Pudo haber sido la de Koestler, que acabó, como un posmoderno, poniendo su dignidad en el mero negarse a la enfermedad. Evidentemente, no vio su cadáver.

__