En los años 80 aún había tipos que
escribían novelas sobre conspiraciones de militares fascistas que
querían hacerse con el control del mundo. Cuando uno lee cosas como
El cero y el infinito se queda perplejo ante la ceguera de
tantos y tantos europeos acerca de dónde residía (y sigue
residiendo, probablemente) el peligro. Porque lo que cuenta Koestler
no es una ficción tipo 1984 o Nosotros, sino un
auténtico documental sobre el sistema político más antihumano que
han dado los siglos. No me importa lo que tenga Rubachof del propio
Koestler, porque su tragedia fue la de muchos en los años de
Stalin. Ser víctima de la paranoia del Número 1 era
estar condenado, no ya a muerte, sino a un proceso de extirpación
de la dignidad humana, lento y penoso, en el que uno llega al punto
de aborrecerse a sí mismo y no estar seguro de nada, ni siquiera de
que merezca la pena seguir resistiendo.
El cero y el infinito es la
crónica de ese proceso, en la carne y en la psique de un antiguo
hombre de confianza del Número 1 (¿paranoia, dije antes? Tal
vez no, sino la lucidez del tirano en estado puro, que marca como
peligroso a todo aquel que un día deja de cantar sus loores). En ese
sistema, la muerte solo podía llegar en estado de dignidad a aquel
que supiese que esa dignidad residía en su condición de hijo de
Dios, como mostraron tantos mártires. Cuando eso falta, como a
Rubachof, uno llega a plantearse incluso si sus torturadores no
tendrán razón y él no será mas que un miserable traidor: venga el
tiro en la nuca y acabe conmigo, en todo caso. Esa es la tragedia de
Rubachof. Pudo haber sido la de Koestler, que acabó, como un
posmoderno, poniendo su dignidad en el mero negarse a la enfermedad.
Evidentemente, no vio su cadáver.
__