24 agosto 2013

Eichmann en Jerusalén


A un ser humano le resulta difícilmente comprensible que otro ser humano le odie por el mero hecho de haber nacido con una determinada nacionalidad, raza o cualquier otra característica ajena a la propia responsabilidad. Se entiende, pues, que este libro se dedique principalmente a indagar qué había en la conciencia de Eichmann, ya que no estábamos ante un psicópata ni un megalómano sin escrúpulos. La respuesta implícita, ya que Arendt no lo formula nunca así, es que había sustituido la conciencia por la ideología, como un personaje de Dashiell Hammett afirmaba ser capaz de sustituir el sueño por ginebra, pero esta vez de modo permanente. Ese fue el drama de todos los nacionalsocialistas, como también el de los comunistas, claro, y del totalitarismo en general. Que Eichmann se declarase kantiano, es decir, partidario de una moral autónoma frente a normas morales objetivas, no resulta tan descabellado como parece pensar la autora.

El bien y el mal tal como los había comprendido la humanidad hasta ese momento no contaban para los nazis, que inventaron un nuevo sistema de valores propio de la nueva Alemania, o de la raza aria también inventada. A ese nuevo sistema de valores correspondía un nuevo lenguaje, que eliminaba las connotaciones peyorativas de actos como matar o encarcelar a los presuntos enemigos, y del que el ejemplo típico es la famosa solución final. Bien podía tratarse de un mero lenguaje en clave para despistar al enemigo de guerra, pero uno no puede por menos de compararlo con los eufemismos con los que hoy se encubren atrocidades no menores.

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