A un ser humano le resulta difícilmente comprensible que
otro ser humano le odie por el mero hecho de haber nacido con una determinada
nacionalidad, raza o cualquier otra característica ajena a la propia
responsabilidad. Se entiende, pues, que este libro se dedique principalmente a
indagar qué había en la conciencia de Eichmann, ya que no estábamos ante
un psicópata ni un megalómano sin escrúpulos. La respuesta implícita, ya que Arendt
no lo formula nunca así, es que había sustituido la conciencia por la ideología,
como un personaje de Dashiell Hammett afirmaba ser capaz de sustituir el
sueño por ginebra, pero esta vez de modo permanente. Ese fue el drama de todos
los nacionalsocialistas, como también el de los comunistas, claro, y del
totalitarismo en general. Que Eichmann se declarase kantiano, es decir,
partidario de una moral autónoma frente a normas morales objetivas, no resulta
tan descabellado como parece pensar la autora.
El bien y el mal tal como los había comprendido la humanidad
hasta ese momento no contaban para los nazis, que inventaron un nuevo sistema
de valores propio de la nueva Alemania, o de la raza aria también inventada. A
ese nuevo sistema de valores correspondía un nuevo lenguaje, que eliminaba las
connotaciones peyorativas de actos como matar o encarcelar a los presuntos
enemigos, y del que el ejemplo típico es la famosa solución final. Bien
podía tratarse de un mero lenguaje en clave para despistar al enemigo de guerra,
pero uno no puede por menos de compararlo con los eufemismos con los que hoy se
encubren atrocidades no menores.