Rafael García Serrano es aquí el mismo cacho de bestia que en su primera obra, aquel Eugenio. Si sus ideas políticas no cambiaron a lo largo de los años, lo mismo cabe decir de los juicios sumarísimos dirigidos a todo lo que le disgusta (o le gusta). Es un quijote que ve ruedas de molino donde a veces hay sencillas obleas, y se niega a comulgar con ellas, pero eso le otorga igual atractivo que el Quijote original. Y, desde luego, privado de todo lo demás, aún quedaría su prosa: ¡qué prosa, señores!, que hubiera dicho Carlos Bousoño, como en aquella ocasión memorable. Nunca un abuelo Cebolleta tuvo tanta gracia para contar batallitas.
Porque, en efecto, de batallitas se trata. Estamos ante un libro de memorias, y en Rafael García Serrano las memorias han de ser necesariamente de la guerra. La gran esperanza es para él, claro, la de la Falange, muerta ya para él en ese 83 en el que escribe, tiempo de viles traiciones para todos aquellos que guerrearon junto a Franco. El régimen surgido de la guerra no asesinó esa esperanza, a pesar de la unificación (de la que no se mostró partidario), pero sí lo hizo esa democracia que para él no es más que la victoria, a la larga, de los derrotados en el 39. Y el libro tiene sabor de elegía, "elegía por una esperanza", que diría Antonio Prieto, pero escrita no con tono nostálgico sino, como dice la contraportada, "desgarrado y peleón", "bronco y castizo".
Nota redactada en abril del 2007.
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