05 marzo 2008

No,

no son iguales. Hay la diferencia que va de una secta destructiva a un gobierno normal. Lo dijo Alejandro Llano en su última columna: el 9 nos jugamos el que se nos imponga desde arriba un tipo de ser humano, una especie de hombre nuevo que sería para sus promotores el auténtico homo democraticus, pero que violenta gravemente el orden natural de las cosas. Muchos ven el advenimiento de esa plaga con ojos divertidos, como si se tratase de un numerito circense, pues al fin y al cabo el panis está más o menos asegurado, a pesar de la crisis. ¿Alguna vez han visto la televisión más de cinco segundos? Hay millones que la aguantan horas y horas, y esos son los que van a dar de nuevo el poder a la secta. Convenientemente adoctrinados durante treinta años (la Educación para la Ciudadanía no es más que la culminación de un proceso), perdonan sus errores setenta veces siete, en tanto que a los gobiernos normales no les pasan ni la primera mentira, aunque sea a todas luces prefabricada.

Los políticos normales pueden exhibir hechos, argumentos. Da igual. La secta controla las pantallas y los papeles. Los debates los ganan quien ellos deciden, incluso antes de que se celebren. Quien piense que en estas elecciones se la juega un partido contra otro partido, está en Babia. El envite es de mucha mayor trascendencia. Esta vez, más que nunca, hay que abatir nuestras discrepancias con los políticos normales. Son cuestiones de poco momento.

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