Este es un retrato de uno de esos
hombres que dieron a la Edad Moderna su fisonomía: el hombre de
ciencia que, ya embalado en su ánimo innovador, se pone a sacar
conclusiones de tipo filosófico y teológico que le ponen en
conflicto con la autoridad eclesiástica. En honor a su excelente
reputación como escritora, Marguerite Yourcenar no nos pinta
uno de esos cuadros con escépticos buenos, listos y guapos frente a
creyentes malos, bobos y feos, es decir, no hace el Ken Follett.
Zenón nos resulta simpático, es cierto, pero también, por ejemplo,
el prior franciscano con quien sostiene algunos diálogos que dan a
la obra su calidad de obra maestra. Eso sí, cae en el tópico de
condenarlo a la hoguera, que, vaya, para un burro que maté me
pusieron mataburros, porque, entre los posibles modelos de Zenón,
solo encuentro a Giordano Bruno, por parte católica, que
fuera objeto de tal salvajada (a Servet, por supuesto, le
pongo en la cuenta que corresponde).
Por lo demás, estamos ante una novela
histórica realmente modélica, por el cuadro vivísimo que nos
ofrece de la Europa del XVI, con sus luchas políticas, sus
controversias filosóficas y sus estilos de vida en los diversos
estamentos sociales. Como broche de oro se hallan esos diálogos a
los que me he referido, no solo el mantenido con el prior sino
también, por ejemplo, el de Zenón con su hermanastro (“La
conversación en Innsbruck”, capítulo noveno de la primera parte).
Y qué decir de la narración, bien aderezada con el punto justo de
ironía, que confirma que la amenidad nunca estuvo reñida con la
alta literatura.
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