01 diciembre 2018

Opus nigrum


Este es un retrato de uno de esos hombres que dieron a la Edad Moderna su fisonomía: el hombre de ciencia que, ya embalado en su ánimo innovador, se pone a sacar conclusiones de tipo filosófico y teológico que le ponen en conflicto con la autoridad eclesiástica. En honor a su excelente reputación como escritora, Marguerite Yourcenar no nos pinta uno de esos cuadros con escépticos buenos, listos y guapos frente a creyentes malos, bobos y feos, es decir, no hace el Ken Follett. Zenón nos resulta simpático, es cierto, pero también, por ejemplo, el prior franciscano con quien sostiene algunos diálogos que dan a la obra su calidad de obra maestra. Eso sí, cae en el tópico de condenarlo a la hoguera, que, vaya, para un burro que maté me pusieron mataburros, porque, entre los posibles modelos de Zenón, solo encuentro a Giordano Bruno, por parte católica, que fuera objeto de tal salvajada (a Servet, por supuesto, le pongo en la cuenta que corresponde).

Por lo demás, estamos ante una novela histórica realmente modélica, por el cuadro vivísimo que nos ofrece de la Europa del XVI, con sus luchas políticas, sus controversias filosóficas y sus estilos de vida en los diversos estamentos sociales. Como broche de oro se hallan esos diálogos a los que me he referido, no solo el mantenido con el prior sino también, por ejemplo, el de Zenón con su hermanastro (“La conversación en Innsbruck”, capítulo noveno de la primera parte). Y qué decir de la narración, bien aderezada con el punto justo de ironía, que confirma que la amenidad nunca estuvo reñida con la alta literatura.

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