Marcelle Auclair fue una
hispanista bien relacionada con las personalidades de la cultura
española de la primera mitad del XX, como Ignacio Sánchez
Mejías, por ejemplo. Entre las cosas que hay que agradecerle de
esta biografía está el que quite importancia al hecho de que Teresa
tuviera sangre judía, algo tan explotado por el americocastrismo.
“El mismo rey Fernando el Católico tenía sangre judía por
parte de su madre... Las uniones entre cristianos y judíos no
escandalizaban en los siglos XIV y XV”. Lo que permitió a muchos
judíos ostentar títulos de nobleza. En cuanto a la afición de
Teresa a los libros de caballerías, donde menudeaban también las
aventuras amorosas, me alegra que la autora constate que “...en
aquella época no se hacía un misterio del modo de perpetuar la
especie, y para aquellos robustos cristianos no eran los de la carne
los pecados más graves”. La hija de Alonso de Cepeda no era
una tipa rara, sino una joven físicamente atractiva y con una recia
personalidad, que “no hubiese consentido ser señalada con el dedo
[por acceder a tonteos con cualquier galán] ni desposada por
obligación”.
Hay cosas que no cambian: “El que se
había comprometido por contrato a entregar anualmente varias fanegas
de trigo a los pobres se resistía a entregar a Dios su hija
preferida...”. Sin embargo, lo que temía Teresa a la hora
de tomar su decisión irrevocable era “a mí y a mi flaqueza”.
Que no se impusieron sobre la gracia, por fortuna. De hecho, su
carácter recio le sirvió para exigir igual reciedumbre a sus
monjas: vamos, que no podía apalancar con churros. “Aquellas
esposas de Cristo debían tener por lo menos las cualidades que los
hombres piden para las suyas”. Tuvieron más, como el amor a la
pobreza (hasta el punto de echarla de menos cuando tenían de todo) y
el buen humor: “A una monja descontenta yo la temo más que a
muchos demonios”. Por eso aconsejaba reírse de los que las
calumniaban y “dejarlos decir”.
Por su parte, decía que solo la habían
calumniado tres veces: en su mocedad, cuando la llamaban hermosa; más
tarde, cuando decían que era lista, y, la que le resultaba más
insufrible, cuando le decían que era buena. Hoy la calumnia viene de
los libros de texto, donde suelen presentarla como una mujer liberada
que fue perseguida por obrar por libre en un mundo de hombres, como
si actuase por cuenta propia. La realidad es que “... solo era
capaz de amar y de actuar para el Señor, porque el administrador que
obra por cuenta de un dueño todopoderoso no tiene en cuenta su
propio interés: actúa sin nerviosismo ni codicia, castiga sin
odio... compra como si no poseyese y usa las cosas sin apegarse a
ellas; por eso tiene sosiego”.