No fue Valle-Inclán el primero ni el único en poner
acotaciones literarias en sus obras de teatro, aunque sí que abusó del
procedimiento, y empleo este término sin matiz peyorativo, bendito abuso. Ese
hombre habría sido capaz de poner metáforas en una escritura de propiedad. A lo
que voy es a que los Quintero, que Valle quería fusilar, también
hacen acotaciones literarias, y no hay más que ver la primera de esta Malvaloca,
aunque no tan floridas y pintorescas como las del otro.
Bien, esto pasa en un asilo de ancianos llevado por monjas,
y Malvaloca es la típica mujer deshonrada con corazón de oro. Y también
la típica andaluza con sal a raudales. O sea, lo propio para llorar y reír, que
es de lo que se trataba, claro. Cuando no había andalucistas, bien entendido:
porque este tipo de personal es tan susceptible que habría sido capaz de
denunciar la obra por el hecho de que los personajes más asentados no son
andaluces mientras que estos son los que hacen las gracias, esos diálogos que
sirven más que nada para aderezar una trama más bien simple. Esta se basa en un
símil entre la protagonista y una campana, llamada la Golondrina por los
residentes del asilo, antiguo convento. Ambas suspiran por una nueva vida, ya
que la Golondrina está rota y no suena como en sus mejores tiempos. Un
curioso toque costumbrista este, por cierto: los lugareños andan en rivalidades
con sus campanas como si fueran Joselito y Belmonte. Bien, pues
Malvaloca también sueña con una reparación (no a lo Celestina, Dios nos libre,
sino moral o espiritual), porque su antiguo novio la abandonó después de. Y
hete aquí que aparece por el asilo Leonardo, empresario de fundición. Se
imaginan, ¿no?, pues eso.
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