30 abril 2009

Filántropo

Yo amo a la humanidad, pero me admiro de mí mismo: cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular, es decir, por separado, como simples personas. En sueños, decía, he llegado con frecuencia hasta apasionados propósitos sobre el servicio a la humanidad, y, quizás, habría caminado hacia la cruz por la gente si ello hubiera resultado necesario en algún momento: por otra parte, sin embargo, soy incapaz de vivir con otra persona dos días seguidos en una misma habitación, lo sé por experiencia. Apenas me encuentro con alguien próximo a mí, ya noto que su personalidad oprime mi amor propio y me corta la libertad. En veinticuatro horas puedo llegar a odiar hasta a la mejor de las personas: a uno porque pasa mucho tiempo comiendo a la mesa; a otro, porque está resfriado y se suena sin cesar. Me convierto en un enemigo de las personas no bien estas empiezan a relacionarse conmigo. En cambio, me ha sucedido siempre que cuanto más he odiado a la gente en particular, tanto más apasionado ha sido mi amor por la humanidad en general.

Es uno de esos personajes tan sinceros consigo mismos que a veces salen en Dostoievski (Los hermanos Karamazov). Son como la clave escondida que se deja caer en la adivinanza (plata-no es) y que en este caso nos pone en la pista de Iván y sus herederos, los endemoniados.

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