28 diciembre 2018

¿Qué es una familia?


A Fabrice Hadjadj le gusta (y hace bien) recordar que las más sublimes realidades humanas nacen del hecho sexual. En él tiene su fundamento la familia y por eso no puede ser tratado como sinónimo de pecado ni como un juguete para el cachondeo. Esta recuperación de la sexualidad como base de lo humano en su sentido más profundo es lo que anima este conjunto de conferencias publicadas con el subtítulo de La trascendencia en paños menores (y otras consideraciones ultrasexistas). Hay que ser ultrasexista, en efecto, recogiendo el guante de quien ha inventado ese palabro, sexista, calcándolo del muy peyorativo racista en el sentido de postular la superioridad de una raza, o de un sexo, sobre otro. Hay que ser sexista, pero en el sentido de ser conscientes de la importancia de los sexos (La profundidad de los sexos es otro de los títulos de Hadjadj), hoy puestos en cuestión mediante la deconstrucción llevada a cabo por los predicadores lgbti y demás:

Si bajo los ojos y miro al centro de mi cuerpo, ¿qué contemplo? Mi ombligo. Ahora bien, ¿qué es mi ombligo? El signo de que no estoy hecho por mí mismo, sino de que procedo de otras personas... Y si los bajo un poco más, ¿qué descubro? Mi sexo... Ahora bien, ¿qué es mi sexo? El signo de que no estoy hecho para mí mismo, sino que, en mi misma carne, tiendo, voy hacia otros.

Esto es difícilmente discutible y Hadjadj no pretende la marginación o la represión de aquellos que se consideran homosexuales y no tienen la intención de cambiar (sus admirados Proust, Wolf o Bacon), pero los respeta en su alteridad y su rebeldía y no en su pretensión de una normalidad que, aunque se consiga, nunca será natural.

Sucede que incluso la inteligencia humana es apertura al otro o a los otros, y por eso las máquinas nunca serán inteligentes, o no lo serán al modo humano. Son divertidas las consideraciones que hace tomando como base la homonimia, en francés, entre tableta y mesa, para oponer la mesa familiar a la invasión de la mente por la pantalla.

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23 diciembre 2018

Let me in


Escucho una conferencia sobre las Brönte. El ponente recuerda los sueños de una sirviente de Cumbres Borrascosas, donde un fantasma infantil pide obsesivamente let me in, let me in, déjame entrar. Dice que niños vampiros con esa misma petición en sus bocas aparecen más tarde en Elizabeth Gaskell e incluso en Stephen King.

Me recuerdan a esos aparecidos de la medianoche de que hablaba Ibáñez Langlois, los no-nacidos por anticoncepción, aborto o paternidad responsable. Y, bien mirado, el Niño que no pudo hallar posada llega también cada Nochebuena: let me in, let me in, solidario de esos hijos de la nada, que le piden su propia carne para nacer. Él pidió ser acogido y fue rechazado, como los otros; los otros, por quienes sudó sangre en el huerto.

Nochebuena, de nuevo. Perdónanos, y entra, Niñito, a tu casa.



01 diciembre 2018

Opus nigrum


Este es un retrato de uno de esos hombres que dieron a la Edad Moderna su fisonomía: el hombre de ciencia que, ya embalado en su ánimo innovador, se pone a sacar conclusiones de tipo filosófico y teológico que le ponen en conflicto con la autoridad eclesiástica. En honor a su excelente reputación como escritora, Marguerite Yourcenar no nos pinta uno de esos cuadros con escépticos buenos, listos y guapos frente a creyentes malos, bobos y feos, es decir, no hace el Ken Follett. Zenón nos resulta simpático, es cierto, pero también, por ejemplo, el prior franciscano con quien sostiene algunos diálogos que dan a la obra su calidad de obra maestra. Eso sí, cae en el tópico de condenarlo a la hoguera, que, vaya, para un burro que maté me pusieron mataburros, porque, entre los posibles modelos de Zenón, solo encuentro a Giordano Bruno, por parte católica, que fuera objeto de tal salvajada (a Servet, por supuesto, le pongo en la cuenta que corresponde).

Por lo demás, estamos ante una novela histórica realmente modélica, por el cuadro vivísimo que nos ofrece de la Europa del XVI, con sus luchas políticas, sus controversias filosóficas y sus estilos de vida en los diversos estamentos sociales. Como broche de oro se hallan esos diálogos a los que me he referido, no solo el mantenido con el prior sino también, por ejemplo, el de Zenón con su hermanastro (“La conversación en Innsbruck”, capítulo noveno de la primera parte). Y qué decir de la narración, bien aderezada con el punto justo de ironía, que confirma que la amenidad nunca estuvo reñida con la alta literatura.

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