31 julio 2007

Mi Bergman


Hay películas de Ingmar Bergman de las que no conservo huella: Fresas salvajes es una de ellas. Ahí sólo vi al cineasta pedante y pelmazo. Sonata de otoño es otra. Con Gritos y susurros, cómo no quedar marcado: salvo en C´est la vie (Jean-Pierre Améris, 2001), nunca había visto una agonía humana tan impresionante, sólo que en Bergman es más horrible por lo solitaria. El huevo de la serpiente contiene la secuencia de sexo explícito más repugnante que recuerdo, hecha así adrede, claro, con sensualidad cero y máxima deshumanización. Las secuencias de violencia tampoco son mancas y tienen la misma finalidad. El manantial de la doncella es desconcertante porque parece halagar la querencia del público a ver castigados a los malos; pero lo que más recuerda el profano es el aire mítico de la historia, muy nórdico, muy de balada. Los comulgantes permanece unida a la voz de mi padre advirtiéndonos (tiernos niños aún) sobre el carácter fuertecillo de "estas películas" (cuando la prota dijo algo así como "Dios no existe").

¿Y El séptimo sello? La vi por fin hace nada, unos años, y me pareció menos metafísica y menos críptica de lo que tenía oído. Son personajes contemporáneos, claro, disfrazados de medievales. El asunto era muy explícito: cómo librarse del terror a la muerte, que, según uno de ellos (el más volteriano) sólo servía para engordar a los curas. La pregunta quedaba en el aire pero la respuesta (y esto me resultó lo más llamativo) también: esa familia que aparece al principio y al final de la película, silenciosa y feliz. Ella tenía el secreto de la victoria.
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30 julio 2007

Nosotros


Mucho debió de ser el miedo a una inminente sociedad totalitaria, cuando tres novelistas (cuatro, porque olvido injustamente a Bradbury) urdieron tramas tan semejantes que puede decirse que cada uno no hizo sino añadir matices de su propia visión del asunto. Así que es bueno conocer al primero, que fue quien puso lo esencial: nos encontramos en una sociedad de números, tan perfectamente controlada por el poder central que nadie es capaz de pensar en una alteración del statu quo. ¿Nadie? Como la aldea de los irreductibles galos de Astérix, siempre surge alguien que se decide a pensar por su cuenta, y de aquí arranca propiamente la trama. Como Huxley, como Orwell, Yevgueni Zamiatin es pesimista, y su héroe, foco cancerígeno, es eliminado o curado, quiero decir reintegrado a la situación normal. El propio D-503, a quien los médicos diagnostican que "se le ha formado un alma", toma conciencia de estar enfermo, "enfermo de conciencia personal" (la ironía no es menos sangrienta que en Huxley) y acaba traicionando a su cómplice, I-330, de la que se había enamorado, pero este amor no es capaz (como lo fue en el Raskolnikov de Crimen y castigo) de hacerle pensar como un humano. El lavado de cerebro colectivo ha triunfado.


Y sin embargo (y este es uno de los matices originales que aporta Zamiatin) hay un modo de despersonalizarse que es el que nos hace auténticamente humanos y es justamente el amor. Cuando 503 abraza las piernas de 330 y se siente disolver en el universo, creemos reconocer algo del Aleixandre de La destrucción o el amor.

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Nota redactada en agosto del 2000.


28 julio 2007

Homófobo asqueroso


En Siberia se criaba una raza muy apreciada de vacas suizas... Los animales no estaban menos expuestos a las privaciones que los hombres, a causa de los largos recorridos y el insoportable apretujamiento. Este era el principal motivo de sus enfermedades. Pegadas una a otra, olvidaban, en su estupidez, cuál era su sexo y, mugiendo, montaban como toros una encima de otra, levantando fatigosamente las grandes y pesadas ubres. Las terneras así cubiertas levantaban la cola y, destrozando ramas y arbustos, se refugiaban en el bosque...


Borís Pasternak, El doctor Zhivago

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26 julio 2007

Por decoro

Hoy me llamo Fernando Ferrín.

Cartas a un joven novelista


Cuando uno se apasiona por un objeto, le da por destriparlo, intentando conocer su mecanismo, los secretos de todas y cada una de sus partes, aunque no esté enamorado de las partes, sino del conjunto. Es lo que le sucede a Vargas Llosa con la novela. La mayor parte de las cosas que dice en este libro las había dicho ya con anterioridad, pero no puede por menos de repetirlas, entusiasmado como está con esa modalidad de arte que llamamos novela. En todo caso, el libro es sumamente útil para los estudiantes de teoría literaria; podría servir incluso como manual de apoyo en Filología. Porque lo que hace don Mario es explicar con amenidad los procedimientos típicos del novelista, en lo que se refiere al punto de vista, el tiempo, el nivel de realidad... con su ya conocida terminología: la caja china, los vasos comunicantes... Uno de esos conceptos, sin embargo, me resultaba desconocido y me ha llamado la atención: el dato escondido. Se trata de un hecho que no se nos cuenta, pero que está ahí, en la trama, como dato fundamental. Y la consideración de este procedimiento le lleva a Vargas llosa a una teoría sugestiva: que la novela consiste no sólo en lo que dice, sino en lo que calla. Idea que lleva de la mano a esta otra: la pretensión stendhaliana de que la novela fuese "espejo de la realidad" es pura quimera. La realidad no se deja atrapar en los estrechos límites de una novela.

Nota redactada en julio de 1999.

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25 julio 2007

De género y tiempo


Expresiones como "han sido, son y serán" (que he leído esta mañana), usadas sin tacto, chillan como un energúmeno. ¿Por qué? Porque el presente se basta solo para indicar que lo que decimos vale para todos los tiempos. Es, como se dice en gramática, la forma no marcada en cuanto al tiempo. Es lo que sucede con el masculino con respecto al género: sólo cuando queremos enfatizar, o dar un matiz especial, debemos usar aquello de hermanos y hermanas.

Por eso, cuando alguien se empeña en prodigar los alumnos y alumnas, profesores y profesoras, padres y madres, se me ocurre que también serían capaces de decir, por ejemplo: "el agua se ha compuesto, se compone y se compondrá de hidrógeno y oxígeno".

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24 julio 2007

... la inmensa caridad del sacerdocio católico

ha transmitido muchas veces, al hablarnos de estos hombres, sus deseos en lugar de las realidades. Había demasiada verdad en el primer impulso de los europeos que se negaron, en el siglo de Colón, a reconocer por semejantes suyos a los hombres degradados que poblaban el Nuevo Mundo. Los sacerdotes emplearon toda su influencia en contrarrestar esa opinión, que fomentaba demasiado el bárbaro despotismo de los nuevos señores... En fin, Robertson, que no es sospechoso, nos advierte en su Historia de América "que debe desconfiarse sobre esta materia de todos los escritores que han pertenecido al clero, visto que son demasiado favorables a los indígenas".

Joseph de Maistre, Las veladas de San Petersburgo

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23 julio 2007

Literaturas europeas de vanguardia

Para el no iniciado (yo no acabo nunca de iniciarme) resulta sorprendente el ver cómo alguien puede orientarse en la selva vanguardista de principios del XX. Guillermo de Torre lo hacía con soltura, de modo que al parecer era capaz de distinguir lo que era un poema creacionista, uno dadá y uno futurista. Al menos podía historiar todos esos movimientos cuando (1925) aún se hallaban en su apogeo o hacía poco que declinaban.

El esfuerzo es meritorio, no cabe duda. Pero a esta obra hay que ir como quien busca un producto de la época, pues quien quiera saberlo todo de las vanguardias quedará decepcionado, sobre todo por la falta del surrealismo, en mantillas por entonces. Y, sin embargo, la antena de Guillermo de Torre ya captaba la sintonía del nuevo movimiento, y alcanza a dedicarle un apartado, bien que marginal. Sorprende también el escaso espacio dedicado al expresionismo alemán. En cambio, el ismo autóctono, el Ultra, junto con el Creacionismo, de gran arraigo también por aquí, son ampliamente tratados, lo cual es perfectamente legítimo siendo el autor español, claro.

Categoría de arte de vanguardia tiene para Guillermo de Torre el cine, y como tal lo trata en el último capítulo. Y sin embargo se diría que sólo ahora, con el videoarte, está siguiendo el arte de la imagen los derroteros que preveían los vanguardistas de entonces. Cosas que pasan.

Nota redactada en diciembre de 2006.

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22 julio 2007

De arte y provocación


Veo en el blog Compostela una cruz hecha con piezas de Lego (ya saben, el clásico juego de construcción para niños y grandes) en cuyo centro se atraviesa un camioncito del mismo material. La pieza, según nos explica el autor de la bitácora, forma parte de una exposición de arte contemporáneo en una iglesia de Viena.

La cosa no es para llevar al escultor ante los tribunales, ciertamente. Comparado con otras cosas que se han exhibido por ahí, resulta incluso ingenuo. Eso sí, uno se plantea el porqué de esa querencia de los artistas contemporáneos hacia la iconografía cristiana, casi siempre deformada. Es difícil pasearse por una exposición de arte actual y no toparse con algo así. Incluso, en uno de los centros educativos donde trabajé, entre la multitud de contribuciones a una muestra de trabajos plásticos, pudo verse una cruz en la que el chaval había pegado la foto de una joven de busto maternal. Con lo que se ve que la cosa ha trascendido del selecto círculo de los creadores.

Sin duda, el arte posee mil modos de expresar la inquietud metafísica. Si los personajes de François Mauriac buscaban a Dios entre gemidos, otros pueden hacerlo entre irreverencias y desplantes, y pienso en el cine de Ingmar Bergman o en las novelas de Carlos Rojas, por ejemplo. Pero incluso para eso hay que tener talento. Por lo general, estos bodrios de que venimos hablando sólo resisten la comparación con el peor Almodóvar o con el último y más decadente Antonio Gala, cuando no con los bufones que perpetraron el anuncio del Getafe. Se diría que han tomado en el sentido más grosero posible aquello de Kafka de que la literatura (el arte) consiste en dar en el cráneo. Pero siempre eligen las mismas cabezas.

Otro asunto es que el montaje en cuestión se exhiba en una iglesia. Sería fácil hacer mil comentarios de escasa caridad. Baste decir que el clero europeo lleva muchos años haciendo acuse de recibo de los peores cargos de su pasado y hoy tiende a pasarse por el extremo contrario, el de la tolerancia. Pero la purificación de la memoria ya está hecha. Es momento de recordar, sin perder la humildad, que en el balance de la Iglesia las luces superan infinitamente a las sombras.

(También el El Manifiesto)

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20 julio 2007

La mirada inocente

Novela biográfica, o novela de aprendizaje, si queremos utilizar un término más o menos técnico, es esta que Tusquets resucita para el público español. Es un momento en que el creador del comisario Maigret está siendo recuperado como novelista no sólo policíaco. En esta ocasión, Georges Simenon nos propone el punto de vista de un pintor expresionista que llega a serlo gracias a su extrema sensibilidad. Louis Cuchas crece en un entorno de gran sordidez, con una madre soltera que no sabe vivir sin un hombre a su lado, claro que siempre cambiante y por la noche, que durante el día se gana bien la vida. Sus hermanos lo son de padres diferentes y la intimidad (y por tanto, el pudor) en su modesta vivienda brilla por su ausencia. Con el tiempo, tanto el hermano mayor (Vladimir) como los gemelos (Olivier y Guy) se marcharán de casa y sobrevivirán de modos no siempre confesables. Louis contempla todo ello no con horror ni asco, como se atribuye a los pintores expresionistas, sino con esa inocencia que da título al libro y que no consiste tanto en ausencia de malicia como en la renuncia a emitir un dictamen moral. El Angelito (le petit saint, título original de la obra) es como llaman a Louis en la escuela, ya que nunca se defiende de las agresiones de sus compañeros y simplemente ve: ve a través de su inocencia, de su cinismo inconsciente, que luego se convertirá en infancia voluntaria.

Nota redactada en octubre del 2003

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18 julio 2007

La sangre de los inocentes

(Ante el éxito continuado del adoquín de Julia Navarro, inserto aquí la versión íntegra de esta reseña, que en Aceprensa apareció acortada por razones de espacio)

El grupo Mondadori ha apostado fuerte por la última novela de Julia Navarro, La sangre de los inocentes. Dividida en tres partes, esta extensa narración comienza en el otoño de la Edad Media, en plena cruzada contra los albigenses, para pasar luego a los años de la persecución nazi contra los judíos y terminar en la época actual, con la crónica de un ficticio atentado múltiple que ha de provocar una guerra de cristianos contra musulmanes. El hilo conductor es el manuscrito de un fraile horrorizado por la represión contra los cátaros, rescatado siglos después. Y la tesis recorre el volumen con tal insistencia que quien buscara sólo una peripecia novelesca tendría que quitársela de encima a machetazos, como quien avanza por la selva amazónica. Dicha tesis podría enunciarse así: el fanatismo es un cáncer de la humanidad que rebrota con nombres diversos y contra el que la tolerancia libra un combate decisivo. Lo único que varía en la cantinela es que el cáncer se llama primero inquisición, después fascismo y luego fundamentalismo islámico. Una bonita manera de simplificar la historia, pero a costa de no entender nada.
Vaya por delante una cosa: el producto es malo, muy malo. Los personajes exhiben sin pudor los hilos y la cachiporra: así malvados como el inquisidor Ferrer, “ansioso por mandar a la hoguera a aquellos desgraciados”; fascistas que tienen “la maldad aflorando en cada poro de su rostro”, o islamistas que no dudan en acuchillar a sus parientes; y buenos con media aureola sobre su cabeza, como la cátara doña María (“repartió cuanto tenía entre los pobres”) o que exudan corrección política hasta el hedor, como el profesor Arnaud (“lo que yo crea pertenece a mi ámbito privado”) o la musulmana moderna Laila. Como es de esperar, todo ello viene servido con un estilo a ras de suelo cuando no ramplón: nunca olvidaré ese “ensimismados en sus propios pensamientos”, o aquel sintagma: “la proximidad de la festividad de la Semana Santa”, con ritmo de viejo autobús parado. Ni que decir tiene que los diálogos vuelan a la misma altura, abandonando sólo la vaciedad para sumirse en la moralina. Y que los argumentos de fondo no superan el ¿por qué hemos de matarnos, con lo fácil que es llevarse bien? Tan sólo la estructura tripartita y su vuelo a través de los siglos puede fascinar al lector novel (siempre lo es el lector de best-sellers). Pero esta estructura se tambalea por su desigualdad, y no me refiero a la diversa extensión, lo cual resulta lícito. Es que la última parte presenta un formato de thriller que es ajeno al resto de la obra de tal modo que parece otra cosa: incluso se diría que esta es la novela original y que después la autora, por iniciativa propia o ajena, pegó el resto con cola para darle el toque moralizante (tan pesado, reitero).
No hablamos, pues, de un fenómeno literario, sino del alarde de un departamento de promoción y marketing. Lo que da que pensar es por qué se elige precisamente este producto, que tampoco emplea los típicos reclamos de la literatura de masas, pues se halla en las antípodas de todo exceso erótico o violento. Bien es cierto que está ahí la tríada de moda: templarios, cátaros, grial. Y que explota la renacida tendencia popular a buscar culpables ocultos en la política internacional: es un personaje sin rostro el que maneja los hilos de varias tramas criminales aparentemente inconexas, con el fin de provocar una guerra global que reportaría no se sabe qué beneficios. Pero eso por sí solo no explica semejante despliegue propagandístico. Así que me temo que la clave hay que buscarla en el mensaje. O el masaje, como decía McLuhan.

Resulta sugestivo, para la mentalidad dominante, el mezclar a la Iglesia con el nacionalsocialismo y con Al-Qaeda en el saco de la intolerancia. Tiene la ventaja de desacreditar la voz de la Iglesia como garante de la dignidad humana en esas polémicas que hoy están en el tablero. Lo que sucede es que es un planteamiento falso de raíz. Si alguien dijera hoy que la Inquisición fue algo así como un tribunal de derechos humanos de la época, seguramente le llamarían algo peor que cínico. Y, sin embargo, se acerca más a la realidad que lo que expone la novela, teniendo en cuenta que a la altura del siglo XV era sencillamente impensable una separación entre la moral religiosa (cristiana, en este caso) y una especie de ética civil. No estamos, como en los otros casos, ante la imposición de una ideología por la fuerza, sino de la defensa de los valores compartidos por la comunidad, valores que incluían la salvación del alma y que eran también responsabilidad de los príncipes. Ser hereje era algo peor que ser hoy día terrorista y si las penas incluían la muerte (práctica habitual hasta ayer en toda sociedad) también es cierto que fue de la Iglesia de quien partió siempre la tendencia a suavizar los castigos. La palabra hoguera, repetida de modo obsesivo en la primera parte de la novela, parece llevar a pensar que esa fue la única aportación de la Iglesia medieval a la humanidad, lo que no voy a rebatir ahora por puro pudor.

Pero, para ser justos, hay que reconocer que la Iglesia contemporánea resulta bien tratada en la tercera (y más extensa) parte de la novela. De hecho, es un jesuita quien da con la clave de los atentados y tanto este como los demás sacerdotes que aparecen en esta parte se nos muestran como honrados creyentes y hombres razonables. Incluso podría decirse que la autora sintoniza con el Papa en su discurso armonizador de la fe y la razón: “Le aseguro que ese es el camino, el mejor camino para llegar a Dios”, dice el padre Aguirre, uno de los buenos de la película. Y, a pesar de la primera parte, “no creas que juzgo a la Iglesia, la formamos hombres y su historia hay que leerla a la luz de cada momento. Eso no justifica los errores, sólo los explica”. Por otro lado, algunos de los protagonistas por el lado negativo, los fascistas, son enemigos acérrimos de la cruz, con la misma pasión de fray Ferrer.

Erraría, pues, quien pensase que estamos ante una obra esencialmente sectaria o antieclesiástica. Por más que el conocimiento del cristianismo por parte de la autora no sea cabal (un cargo del Vaticano ansía dejar aquella tarea “para vivir de acuerdo con el Evangelio”), hay un loable esfuerzo de imparcialidad y comprensión que empieza a ser infrecuente en el tratamiento de estos temas por parte de la narrativa. No, lo que convierte a esta novela en promocionable se halla más al fondo.

“Temo a los hombres que no dudan”, dice la cátara doña María, una de las buenas más buenas de la obra. Y Julián, el fraile en crisis por culpa de las hogueras, acaba confesando: “No sé qué Dios es el verdadero”. A lo largo de toda la novela encontramos un planteamiento similar: “No te olvides de que no importa cómo se llame a Dios ni de qué manera se le rece. No te vuelvas un fanático”. “... ¡qué más le daba a Él cómo le rezaran, cómo le sintieran!” Es la confusión radical, el equívoco que está en el origen del laicismo y que lleva a muchos a pensar, como al profesor Arnaud, que la religión solo sirve para dividir a los hombres. La confusión entre el estar convencido de algo y el imponerlo por la fuerza. Entre la tolerancia y el relativismo. Pensar que cualquier convicción es susceptible de desembocar en las hogueras. Para no ser fanático conviene que la fe no sea excesiva. Nadie tiene la verdad en el culto a Dios. Es el mal que ha denunciado Benedicto XVI desde el comienzo de su pontificado y la convicción más extendida en nuestras sociedades de los años 2000. Ese es el mensaje (el masaje) profundo de La sangre de los inocentes, lo quisiera o no su autora, y temo que es lo que resulta grato a sus promotores. En ese sentido, La sangre de los inocentes, con su tosquedad de lenguaje, con la puerilidad de sus razones, es un manual para catecúmenos del relativismo. Sencillo, práctico, como la enciclopedia Álvarez. Quizá haga furor como lectura escolar en Educación para la Ciudadanía. Sólo los que aún sigan escogiendo Religión podrán saber que la sangre del Inocente por antonomasia fue derramada por el primer relativista del que se tiene noticia.
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16 julio 2007

Este por lo menos lo decía claro


Miguel de Unamuno habla del discurso que ha de leer ante Alfonso XIII:


Es mi tesis contraria a la libertad de enseñanza, que aquí se reduciría a la libertad de ignorancia... El dilema es: o enseña el Estado o enseña la Iglesia (mejor dicho, hace que enseña), y para evitar que la Iglesia enseñe, proclamar cierto socialismo pedagógico y el Estado docente. Hay entre otras una cosa que escocerá a los neo[católico]s y es esta: "[...] pues desgraciadamente no son los padres siempre quienes mejor saben lo que a sus hijos conviene aprender, y sobre todo lo que la patria de ellos necesita y tiene derecho a exigir".


(Cartas íntimas, 24-IV-1902)


O sea, lo mismo que dicen Marina, Peces-Barba y Savater ("que se quiten los curas, que me pongo yo"), pero cambiando democracia por patria. Y más clarito.

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13 julio 2007

Aquellas manos blancas


¿No fueron ellas las que iniciaron la rendición? En estos días de memoria y homenaje, una comentarista radiofónica ha dicho que, cuando los españoles salieron a la calle tras la atrocidad cometida con Miguel Ángel (así, ya, sin apellido, para tantos), le devolvimos a ETA el miedo que ella había sembrado. Sin embargo, ¿qué es lo que pudo ver ETA? No hablo, claro, de la admirable actitud del Foro de Ermua, de la propia familia de Miguel Ángel y del Partido Popular vasco. Me refiero al símbolo que se eligió por las masas para expresar la protesta y que como todo símbolo emite un mensaje, o no es tal. Esa ocurrencia de alzar al viento unas manos pringadas de blanco. Eso es lo que vio ETA. Pero (lo que es peor) lo vio también el GAL. Y tomó buena nota.

La auténtica rendición no es la que ha llevado a cabo el gobierno socialista en su entente con la banda. Ahí estamos hablando de complicidad, de manejos inconfesables de un partido trasmutado en mafia que tan pronto remeda los numeritos sangrientos de El Padrino como dramatiza acuerdos de paz de esos en que acaba saliendo de la tarta un tío con metralleta. Para que esos acuerdos tengan un mínimo de respaldo social, hace falta una sociedad que haya abdicado de toda bandera salvo de la del estómago. Las manos blancas no decían Viva España ni muerte a la ETA; si acaso, dejadnos en paz, por favor, que nosotros no os mataremos. Los ansiosos de paz que diría luego Zapatero, vaya. Un entreguismo que nada tiene que oponer a la violencia socialista (tal se definen ellos, que conste), un pueblo alimentado espiritualmente con John Lennon era el mejor caldo de cultivo para ir diseñando el régimen del 13 de marzo. No, la rendición no ha empezado ahora.

También en El Manifiesto

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12 julio 2007

Tierra de hombres


Tierra de hombres es, ante todo, una narración optimista. En una época de hundimiento moral y de devaluación del ser humano como fue el siglo XX, Saint-Exupéry trae una inyección de confianza en las posibilidades del hombre. En él, la guerra puede ser no sólo la prueba de nuestro fracaso como especie, sino, bien al contrario, un espacio de superación. De hecho, el título parece inspirado por lo que dice uno de los camaradas del autor, en trance de sobrevivir en el medio inhóspito donde le había tirado su avión: “lo que yo he hecho, te lo juro, jamás lo habría hecho ningún animal”. Es como una nueva teoría del heroísmo, o de la caballería, donde el caballo viene a ser sustituido por el avión. La máquina adquiere aquí, en efecto, rasgos de compañero fiel y de armadura al mismo tiempo.

A quien puede decepcionar el libro es a quien busque una novela. Estamos ante una colección de recuerdos personales del autor, entreverados con sus reflexiones. Es muy importante también el homenaje a los compañeros: alguno de los capítulos está redactado en segunda persona, evocando el comportamiento heroico del camarada Guillaumet, en concreto. Y podríamos destacar el relato impresionante de la travesía a pie por el desierto de Saint-Exupéry y Prévot, perdidos; un relato alejado de todo patetismo y de todo encarecimiento, hecho con la serenidad de quien sabe que la vida del hombre es milicia.

Nota redactada en agosto de 2005

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03 julio 2007

Algunos no llegamos a conocer la vieja FEN,


que no era una rama de Falange sino una asignatura, la Formación del Espíritu Nacional. En el colegio sólo cursé una Educación Cívica que llamábamos Política y que se aprobaba, creo recordar, metiendo rollo en los exámenes. El currículo, como hoy se dice, de la tal FEN me es por ello desconocido. Pienso, con todo, que lo peor que podía tener era su propio nombre, rimbombante donde los haya. Al fin y al cabo, por lo que parece, se trataba de explicar los fundamentos ideológicos e institucionales de aquel Estado. Algo perfectamente normal y que no ha dejado de hacerse después, cuando los escolares han recibido puntual información de lo que significa la democracia y estudiado la Constitución como parte de alguna disciplina, fuese Ciencias Sociales, Ética o Historia, o incluso como materia específica, tal el Ordenamiento constitucional en la antigua FP.

Por eso, me parece una ligereza la habitual comparación entre la FEN y la Educación para la Ciudadanía del PSOE; ligereza atribuible a esa norma no escrita de nuestra democracia que erige el franquismo en canon de la maldad y en punto de referencia inexcusable con el que cotejar todo comportamiento censurable en política. Decía Olegario González, en tercera de ABC, que si la Iglesia no protestó contra la FEN, no es motivo para que no lo haga ahora contra la nueva asignatura. Hay en la frase un matiz que indica que debió haberlo hecho también entonces. Pero tengo más bien la impresión de que si la Iglesia dio su conformidad implícita fue porque la FEN no intentó inmiscuirse en asuntos morales. Fue un adoctrinamiento de carácter meramente político, y tan superficial que, a los siete años de su desaparición, los españoles alzaron al poder al PSOE. La asignatura perpetrada por el actual Gobierno, en cambio, apunta a lo antropológico, propone un cambio radical en la percepción del hombre, en la línea de una ideología de nuevo cuño inventada para satisfacer los caprichos de unos pocos. No digo que eso no se esté haciendo también en la escuela de otros mil modos, y ahí lleva razón don Olegario. Pero eso no es motivo para no plantar cara a una agresión directa como es el engendro educativo de marras.

También en
El Manifiesto.

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02 julio 2007

Cada vez que decimos adiós


No sé qué es lo que sucede cada vez que decimos adiós. Habría que buscar la letra de la canción de Cole Porter para saberlo. Pero con ese título construye Carlos Pujol esta parodia del relato policíaco clásico. Conforme avanza el texto nos damos cuenta de que difícilmente tendrá un desenlace serio el cúmulo de misteriosos asesinatos que se van sucediendo. De las novelas a lo Agatha Christie se queda Pujol con lo que más se aviene a su talante como autor: la elegancia de los comportamientos y la fina gracia de los diálogos. La acción tiene lugar en Escocia y, aunque el protagonista es español, es este quien acapara mayormente la flema británica y el humor. Como contraste, algunos escoceses son muestra de vulgaridad y mal gusto.

En su conjunto, Cada vez que decimos adiós me parece una buena muestra de ese relato posmoderno donde se toman a la ligera las cosas tradicionalmente serias. Hay una manera cristiana de hacerlo, por supuesto, y yo diría que la más auténtica: la de quien sitúa las tempestades en su justo punto porque sabe quién gobierna la barca. Digo esto porque, conociendo cómo Pujol se halla en la misma fe que Bernanos o Mauriac, sus modos de hacer literatura son tan diversos como las modas de cada tiempo. Es posible cristianizar tanto a Esquilo como a Aristófanes.


Nota redactada en diciembre de 2006.

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