18 julio 2007

La sangre de los inocentes

(Ante el éxito continuado del adoquín de Julia Navarro, inserto aquí la versión íntegra de esta reseña, que en Aceprensa apareció acortada por razones de espacio)

El grupo Mondadori ha apostado fuerte por la última novela de Julia Navarro, La sangre de los inocentes. Dividida en tres partes, esta extensa narración comienza en el otoño de la Edad Media, en plena cruzada contra los albigenses, para pasar luego a los años de la persecución nazi contra los judíos y terminar en la época actual, con la crónica de un ficticio atentado múltiple que ha de provocar una guerra de cristianos contra musulmanes. El hilo conductor es el manuscrito de un fraile horrorizado por la represión contra los cátaros, rescatado siglos después. Y la tesis recorre el volumen con tal insistencia que quien buscara sólo una peripecia novelesca tendría que quitársela de encima a machetazos, como quien avanza por la selva amazónica. Dicha tesis podría enunciarse así: el fanatismo es un cáncer de la humanidad que rebrota con nombres diversos y contra el que la tolerancia libra un combate decisivo. Lo único que varía en la cantinela es que el cáncer se llama primero inquisición, después fascismo y luego fundamentalismo islámico. Una bonita manera de simplificar la historia, pero a costa de no entender nada.
Vaya por delante una cosa: el producto es malo, muy malo. Los personajes exhiben sin pudor los hilos y la cachiporra: así malvados como el inquisidor Ferrer, “ansioso por mandar a la hoguera a aquellos desgraciados”; fascistas que tienen “la maldad aflorando en cada poro de su rostro”, o islamistas que no dudan en acuchillar a sus parientes; y buenos con media aureola sobre su cabeza, como la cátara doña María (“repartió cuanto tenía entre los pobres”) o que exudan corrección política hasta el hedor, como el profesor Arnaud (“lo que yo crea pertenece a mi ámbito privado”) o la musulmana moderna Laila. Como es de esperar, todo ello viene servido con un estilo a ras de suelo cuando no ramplón: nunca olvidaré ese “ensimismados en sus propios pensamientos”, o aquel sintagma: “la proximidad de la festividad de la Semana Santa”, con ritmo de viejo autobús parado. Ni que decir tiene que los diálogos vuelan a la misma altura, abandonando sólo la vaciedad para sumirse en la moralina. Y que los argumentos de fondo no superan el ¿por qué hemos de matarnos, con lo fácil que es llevarse bien? Tan sólo la estructura tripartita y su vuelo a través de los siglos puede fascinar al lector novel (siempre lo es el lector de best-sellers). Pero esta estructura se tambalea por su desigualdad, y no me refiero a la diversa extensión, lo cual resulta lícito. Es que la última parte presenta un formato de thriller que es ajeno al resto de la obra de tal modo que parece otra cosa: incluso se diría que esta es la novela original y que después la autora, por iniciativa propia o ajena, pegó el resto con cola para darle el toque moralizante (tan pesado, reitero).
No hablamos, pues, de un fenómeno literario, sino del alarde de un departamento de promoción y marketing. Lo que da que pensar es por qué se elige precisamente este producto, que tampoco emplea los típicos reclamos de la literatura de masas, pues se halla en las antípodas de todo exceso erótico o violento. Bien es cierto que está ahí la tríada de moda: templarios, cátaros, grial. Y que explota la renacida tendencia popular a buscar culpables ocultos en la política internacional: es un personaje sin rostro el que maneja los hilos de varias tramas criminales aparentemente inconexas, con el fin de provocar una guerra global que reportaría no se sabe qué beneficios. Pero eso por sí solo no explica semejante despliegue propagandístico. Así que me temo que la clave hay que buscarla en el mensaje. O el masaje, como decía McLuhan.

Resulta sugestivo, para la mentalidad dominante, el mezclar a la Iglesia con el nacionalsocialismo y con Al-Qaeda en el saco de la intolerancia. Tiene la ventaja de desacreditar la voz de la Iglesia como garante de la dignidad humana en esas polémicas que hoy están en el tablero. Lo que sucede es que es un planteamiento falso de raíz. Si alguien dijera hoy que la Inquisición fue algo así como un tribunal de derechos humanos de la época, seguramente le llamarían algo peor que cínico. Y, sin embargo, se acerca más a la realidad que lo que expone la novela, teniendo en cuenta que a la altura del siglo XV era sencillamente impensable una separación entre la moral religiosa (cristiana, en este caso) y una especie de ética civil. No estamos, como en los otros casos, ante la imposición de una ideología por la fuerza, sino de la defensa de los valores compartidos por la comunidad, valores que incluían la salvación del alma y que eran también responsabilidad de los príncipes. Ser hereje era algo peor que ser hoy día terrorista y si las penas incluían la muerte (práctica habitual hasta ayer en toda sociedad) también es cierto que fue de la Iglesia de quien partió siempre la tendencia a suavizar los castigos. La palabra hoguera, repetida de modo obsesivo en la primera parte de la novela, parece llevar a pensar que esa fue la única aportación de la Iglesia medieval a la humanidad, lo que no voy a rebatir ahora por puro pudor.

Pero, para ser justos, hay que reconocer que la Iglesia contemporánea resulta bien tratada en la tercera (y más extensa) parte de la novela. De hecho, es un jesuita quien da con la clave de los atentados y tanto este como los demás sacerdotes que aparecen en esta parte se nos muestran como honrados creyentes y hombres razonables. Incluso podría decirse que la autora sintoniza con el Papa en su discurso armonizador de la fe y la razón: “Le aseguro que ese es el camino, el mejor camino para llegar a Dios”, dice el padre Aguirre, uno de los buenos de la película. Y, a pesar de la primera parte, “no creas que juzgo a la Iglesia, la formamos hombres y su historia hay que leerla a la luz de cada momento. Eso no justifica los errores, sólo los explica”. Por otro lado, algunos de los protagonistas por el lado negativo, los fascistas, son enemigos acérrimos de la cruz, con la misma pasión de fray Ferrer.

Erraría, pues, quien pensase que estamos ante una obra esencialmente sectaria o antieclesiástica. Por más que el conocimiento del cristianismo por parte de la autora no sea cabal (un cargo del Vaticano ansía dejar aquella tarea “para vivir de acuerdo con el Evangelio”), hay un loable esfuerzo de imparcialidad y comprensión que empieza a ser infrecuente en el tratamiento de estos temas por parte de la narrativa. No, lo que convierte a esta novela en promocionable se halla más al fondo.

“Temo a los hombres que no dudan”, dice la cátara doña María, una de las buenas más buenas de la obra. Y Julián, el fraile en crisis por culpa de las hogueras, acaba confesando: “No sé qué Dios es el verdadero”. A lo largo de toda la novela encontramos un planteamiento similar: “No te olvides de que no importa cómo se llame a Dios ni de qué manera se le rece. No te vuelvas un fanático”. “... ¡qué más le daba a Él cómo le rezaran, cómo le sintieran!” Es la confusión radical, el equívoco que está en el origen del laicismo y que lleva a muchos a pensar, como al profesor Arnaud, que la religión solo sirve para dividir a los hombres. La confusión entre el estar convencido de algo y el imponerlo por la fuerza. Entre la tolerancia y el relativismo. Pensar que cualquier convicción es susceptible de desembocar en las hogueras. Para no ser fanático conviene que la fe no sea excesiva. Nadie tiene la verdad en el culto a Dios. Es el mal que ha denunciado Benedicto XVI desde el comienzo de su pontificado y la convicción más extendida en nuestras sociedades de los años 2000. Ese es el mensaje (el masaje) profundo de La sangre de los inocentes, lo quisiera o no su autora, y temo que es lo que resulta grato a sus promotores. En ese sentido, La sangre de los inocentes, con su tosquedad de lenguaje, con la puerilidad de sus razones, es un manual para catecúmenos del relativismo. Sencillo, práctico, como la enciclopedia Álvarez. Quizá haga furor como lectura escolar en Educación para la Ciudadanía. Sólo los que aún sigan escogiendo Religión podrán saber que la sangre del Inocente por antonomasia fue derramada por el primer relativista del que se tiene noticia.
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