Es la pregunta que marcará la vida de Javier Mariscal, el bebé concebido para sanar la enfermedad hemática de su hermano Andrés. Tal vez llegue a formularla, tal vez no. Tal vez le digan la verdad, tal vez no. En todo caso, no saldrá en los periódicos.
En 2005, Kazuo Ishiguro relató con efectiva frialdad la vida de unos chicos clónicos que sólo a medida que crecen saben que fueron concebidos para curar a otros, y que morirán a la segunda, tercera o cuarta donación. Esta nueva (y, por lo pronto, fantástica) nueva forma de esclavitud horripila tanto más cuanto que el novelista se esfuerza con éxito en mostrarnos la perfecta humanidad de estos jóvenes, capaces de amar pero privados del más profundo sentido del amor.
Javier Mariscal, al contrario que las criaturas de Ishiguro, tiene una familia y no será exprimido hasta morir. Pero su caso se inserta en la misma lógica. Otros muchos esclavos fueron sacrificados antes de que su condición de embriones fuera lo suficientemente visible para que el corazón sintiera. "Matadlo, pero sin ruido; tengo invitados", decía un malo de película. Podría ser uno de los lemas del mundo que se avecina.
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