Qué sorpresa, qué felicidad. Quin goig, quina joia, que decía el catalán. Tenía miedo de que La mujer nueva fuera todo eso, mejor dicho, sólo eso que dicen estos pobrecitos, los solapistas, prologuistas y críticos de esta nueva edición (¿cómo les daría por ahí a los de Destino?). O sea, que fuera una novela feminista disfrazada de cristianismo por temor a la censura. No me lo podía creer del todo, claro, tratándose de la autora de Nada, donde no necesitó disimular el catálogo de miserias que allí aparecen, fácil presa de los rígidos moralistas del momento (por cierto: ningún problema hubo, que yo sepa).
Pues no. Lo de la conversión no es una tapadera, ni algo artificial, sino el único, el puro y radical tema de la novela. No es el final, sino el principio. El solo motivo por el que Paulina (femenino de Pablo, lo que no es accidental) se separa de su Eulogio al principio de la acción es su propia inquietud espiritual, y la anécdota de la visita a las carmelitas con Blanca se encarga de dejarlo claro. Está Antonio, claro, pero Antonio se revela, poco a poco, como el último asidero de la mujer vieja, que Paulina intenta compatibilizar sin éxito con su nueva situación espiritual. Paulina busca la felicidad en Dios y en Antonio, para acabar viendo que la alegría carmelita que la fascinaba residía en la entrega de su corazón y que su convento eran Eulogio y el hijo.
Nota redactada en julio de 2005.