Rodeado desde la infancia por todas las formas de la revolución, Gabriel no podía menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo único que quedaba: la cordura. Pero no podía negar su sangre de fanático, en el exceso de convicción, bastante ostensible, con que defendía el sentido común.
En El hombre que fue jueves.