... "Come primero y habla después" o "Venga, venga, venga" o "¿Lo ves?, yo ya he dejado limpio el plato". No se podía chupar los huesos, pero tú sí. No se podía sorber el vinagre, pero tú sí. Lo importante era cortar el pan en rebanadas rectas; no importaba que tú lo hicieras con el cuchillo chorreando salsa. Había que evitar que cayeran restos de comida al suelo, pero al final era a tus pies donde más había. En la mesa no se debía hacer otra cosa que comer, pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te limpiabas las orejas con un palillo. Por favor, padre, entiéndeme bien: todas esas cosas, por sí mismas, son del todo insignificantes; lo que las hacía devastadoras para mí era el hecho de que tú mismo, la persona cuyo criterio era para mí absolutamente definitivo, no te plegaras a los mandatos que me imponías. De ese modo, el mundo se dividía en tres partes: una, en la que vivía yo, el esclavo, sometido a leyes inventadas sólo para mí, y que, sin saber por qué, nunca conseguía cumplir a satisfacción; luego, una segunda, infinitamente lejana, en la que vivías tú, ocupado en gobernar, dictar decretos y enfadarte ante su incumplimiento; y finalmente una tercera, donde vivía feliz el resto de la gente, libre de mandatos y de obediencia. Yo siempre tenía que avergonzarme: o bien obedecía tus órdenes, lo cual era vergonzoso, porque sólo estaban destinadas a mí; o las desafiaba, lo cual no era menos vergonzoso, porque cómo iba yo a plantarte cara; o era incapaz de seguirlas, por ejemplo por carecer de la fuerza, el apetito y la habilidad que tú sí tenías, por más que me las exigieras como si fuera lo más natural del mundo; y esa era la mayor vergüenza. Por ahí se dirigían, no las reflexiones, sino los sentimientos del niño.
Franz Kafka, Carta al padre