26 marzo 2007

Abel Sánchez


Nunca me ha convencido Unamuno como escritor, pero hay que reconocer que es un caso clínico interesantísimo. Bueno, más que caso clínico, caso pastoral. Sus personajes: Manuel Bueno, Sandalio, la tía Tula, Augusto Pérez... son hasta tal punto caricatura de sí mismo que empalagan de puro inverosímiles, ya que de por sí don Miguel era un rato raro. Unamuno interesa, más bien, por ser un representante pluscuamperfecto de la crisis cultural del siglo XX, de la crisis de la Modernidad. Nadie la ha vivido con tal pasión como él, hasta hacerla carne de su carne, así como Cervantes vivió en sí mismo la crisis que originó la transición del Renacimiento al Barroco.

Joaquín Monegro, protagonista de Abel Sánchez, es uno de esos personajes-límite tan del gusto de nuestro autor; un hombre que se cree incapaz de amar, condenado a odiar, como si del mismo demonio se tratara. Aranguren llamó la atención sobre el carácter luterano del modo de pensar y sentir de Unamuno, y sin duda esto encuentra en Joaquín Monegro una confirmación. Enemigo de la Iglesia como institución visible, Joaquín no puede liberarse de la creencia en algo superior a él, pero ese algo es precisamente su culpa, su pasión, la envidia, ante la que se siente impotente, aherrojado, y sin que jamás se le ocurra dirigir una mirada filial a Dios Padre. "No creo en el libre albedrío, padre; soy médico". Pero la ciencia, que destronó a la fe, se ha convertido a su vez en madrastra, y sólo queda la agonía, o una fe privada de racionalidad. Miguel de Unamuno.

Nota redactada en julio del 2000.

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