El País y Cristina López Schlichting han coincidido en mentar el pecado original de la corrección política para referirse a los sucesos de Alcorcón. ¿Racismo? Habría que vivir allí para dar una respuesta, y aun así sería difícil pronunciar un veredicto sin matices.
Es cierto que la LOGSE socialista ha venido esforzándose por acercar lo más posible al salvajismo a nuestros muchachos. Ahora mismo, el escolar medio carece de fundamentos intelectuales y espirituales para no apalear al prójimo cuando este se presenta bajo un aspecto indeseable o indeseado (igual que para no abortarlo, dicho sea de paso). Las ciudades están llenas de niñatos que, educados en la palabra tolerancia pero no en las bases morales que la sostienen, fomentan de modo frívolo posturas desdeñosas hacia los diferentes, ignorando incluso, en el caso de los hispanoamericanos, que son hechura nuestra.
Pero, por lo que sé, se trata de una banda mafiosa que impone su ley en Alcorcón y de unos vecinos que han llegado al límite del aguante. Ahí no hay racismo, porque da igual que el facineroso sea moreno, pálido o con tonos fucsia. Estamos ante un proceso casi químico: dada una ignominia habitual e impune, se produce una reacción violenta y de consecuencias imprevisibles. Llamar a eso racismo no es más que un modo, algo repulsivo, de afirmar la propia respetabilidad: "ellos son racistas; yo, que no vivo en Alcorcón y menos en esos barrios, soy el colmo de la corrección política". Agh.