11 enero 2007

La casa del orgullo

Hay espacios-límite, donde las leyes de convivencia usuales en una sociedad civilizada pierden su valor. Son los espacios donde Jack London gusta de situar sus relatos: los bosques nevados de Alaska o los mares del sur. Allí se despliega a su gusto el vitalismo pagano que era la filosofía de nuestro autor. O quizá fue al revés: el contacto con esos mundos (pues London fue uno de esos escritores aventureros, tal vez los más auténticos entre los escritores, cuya producción literaria brotaba directamente de lo vivido), quizá fue ese contacto, digo, el que le inspiró ese desprecio por las formas de vida civilizadas y su apego a la ley del más fuerte, cifrada en su personaje más famoso, el perro Buck.

En La casa del orgullo, colección de cuentos hawaiianos, volvemos a encontrarnos con esos titanes que juegan con la vida a la ruleta rusa, algunos ganando en toda la línea, como el chino Ah Shung, encarnación de lo que podríamos llamar titanismo capitalista; pero la mayoría sucumbiendo, unos por obra de la civilización y otros a manos de la bestia negra, un demonio al que no se le encuentra explicación y que no es sino la lepra, símbolo de cuyo triunfo es la isla-cárcel de Molokai. No sorprende que London sólo mencione una vez y de pasada al auténtico héroe de aquel lugar, el padre Damián. Está fuera de su cosmovisión. Y, sin embargo, el padre Damián fue quien, al final, venció a la bestia negra, aunque aparentemente fuera derotado por ella. Porque supo darle un sentido y utilizarla para catapultarse, a sí mismo y a sus feligreses, más allá de los límites del dolor.

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