José Martínez Ruiz no cambió tanto. Aunque fuese de joven un anarquista y de mayor diputado conservador, su visión de España (o sea, del mundo) fue siempre la de un resignado. Las ideas políticas de un escritor no son, al cabo, sino la punta del iceberg de su pensamiento, quiero decir una vaga imagen o proyección. Sí es cierto que con el tiempo Azorín fue aprendiendo a amar su circunstancia, como el minusválido que se encariña con el miembro enfermo. Aquí, en La voluntad, obra juvenil, todo presenta un matiz más tenebroso, a pesar del recreo en las descripciones. Su España parece estar siempre durmiendo la siesta, pero aquí además ronca. Y uno se queda con la desagradable sensación de que esa abulia que aparece como inevitable no sea más que una excusa para una vida que, de puro contemplativa, acaba siendo de zángano. A fuerza de clamar contra el inmovilismo, estos escritores del 98 acaban siendo los que menos se mueven. De todos modos, hay que alabar su lucidez cuando dice que estos reaccionarios le tienen un horror invencible al arte y a la vida; puede haber exageración en eso del horror invencible, pero esa es, en efecto, la clave de que el artista tienda a ser de izquierdas: el hombre de derechas es más dado a actividades de tipo práctico, es decir, las que no son vida, según los bohemios de la época*. No deja tampoco Azorín, sin embargo, de hacer notar el ambiente mezquino que reina entre los escritores.
[Nota redactada en junio del 2001. *Afortunadamente, mis amigos de la blogosfera son buen ejemplo de que algo está cambiando en esto.]