Hace treinta años, una historia de amor titulada tal cual, Love story, triunfaba en las listas de ventas. Era sencilla hasta la simpleza, y algunas de sus frases lapidarias podrían pasar a la antología del disparate, como aquello de "amar significa no tener que decir nunca lo siento". Pero daba fe de una manera de concebir el amor que se estaba abriendo paso, un amor estilo hippie sin flores ni marihuana, con anillos de quita y pon, hasta que la vida nos separe, y a la vez desdramatizado, lejano del arrebato pasional. Un estilo que luego se impuso en la literatura como lo había hecho en la vida, y donde la convivencia marital llegaba antes, mucho antes que la plena confianza mutua.
Es este último hecho el que ha nutrido los argumentos de las novelas, en un momento en que se habla de la agonía del género narrativo. Ese algo de recelo, ese no-sé-qué que hay en el cónyuge que no es mío todavía, que no me ha sido entregado, es una de las fuentes de las que viene alimentándose el realismo psiquiátrico de nuestros días.
Pero era el propio estilo de convivencia el que rara vez se ponía en cuestión; y no es normal, porque esta suerte de para-matrimonio acarrea conflictos no pequeños, derivados sobre todo de la falta de finalidad u objeto de dicha unión. Me refiero, por supuesto, a la ausencia de apertura a la procreación, a la familia.
Peter Stamm, suizo de expresión alemana, ha escrito su primera novela, Agnes, que se parece mucho a Love story salvo en el tratamiento de esta problemática, que, aunque bien encauzada, solamente la esboza, y es una pena.
Nota redactada en septiembre de 2001.