Resultaba imprescindible acercarse más a esta figura que, aunque parezca tópico decirlo, ha ejercido una influencia más que considerable en la intelectualidad española de la primera mitad del XX. Y ha sido grato poder hacerlo de la mano de un gran desmitificador como José María Marco. Esta nueva boga de la desmitificación de personajes de izquierda me parece saludable, porque estábamos saciados de santos laicos, entre los cuales Giner ocupaba un lugar nada desdeñable. Tal vez Marco carga las tintas en la ironía e incluso en el juicio temerario, dejando a veces a nuestro hombre como un pelele. Pero como contrapeso a tanta hagiografía no está mal.
En realidad, algo debía de tener Giner cuando era venerado (no cabe otra palabra, a juzgar por los testimonios que nos ofrece Marco) por personalidades tan variopintas y de talla intelectual no pequeña. Para algunos era un auténtico padre. Es conmovedor ver a todo un Manuel Bartolomé Cossío aguantándole desaires y raptos de cólera con una sumisión digna de mejor causa. Es el mejor ejemplo del abismo que puede llegar a darse entre la categoría intelectual y la humana en una misma persona.
Digno de mejor causa es también el ascetismo de nuestro hombre: "Si sólo para esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos", decía san Pablo. Leer la muerte de Giner resulta triste, por eso. José María Marco no ha llegado a expresar qué clase de desarreglo espiritual está detrás de esa entrega a un ideal fútil.
Nota redactada en agosto del 2002
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