13 febrero 2009

La realidad y el deseo


Supongo que en el infierno no hay poesía. La belleza es una de las caras del bien, y por tanto está vedada a los condenados. Pero aquí en la tierra, el odio puede producir versos hermosos. Se me ocurre aplicar a estos de Cernuda la calificación que le merecía a Jaime Campmany la prosa de un columnista rival: hermosos cual la venganza o la crueldad. Él, Cernuda, también "destila su veneno en el jardín donde no aman los hombres", aunque en su caso el veneno se llama amargura, la amargura de la desesperación. Hay belleza en el áspid, sí, y el odio puede producir versos hermosos. Lo sabíamos ya desde que los poetas malditos (Rimbaud, Verlaine) escribieron los suyos: España, la de los frutos tardíos. Como aquellos, Cernuda quiso amar en sentido distinto, y acabó enfrentado al Amor con mayúscula, cayendo en la desolación más absoluta. Buscando el amor, topó con el infierno: enfrentado con Dios, con los hombres y con el amor mismo, termina llamando su hermano al diablo, con quien blasfema a dúo. Nunca hubo un hombre tan condenado como Luis Cernuda en La realidad y el deseo, y nunca esta ruta al abismo había sido trazada con versos más bellos. Empeñado en amar a contracorriente, terminó no sabiendo decir lo que amaba y separado del único que proporciona la felicidad. Los títulos de sus obras posteriores son explícitos: Vivir sin estar viviendo, Desolación de la quimera... ¿Habrá palabras más exactas para expresar lo que siente Satán?

Nota redactada en enero del 2000

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