En este siglo de mítines y de comités, de teatro Real y de temporada de baños; en este siglo de periódicos y de soirées, de Congresos y de Fuente Castellana, de paseos matinales y de conciertos nocturnos, en que durante el año cada cual es tan extravagante como le parece, se viste con el mamarracho que mejor se le antoja y hace en todos sentidos el más libre uso de su autonomía, ¿qué objeto tiene el Carnaval? ¿Qué nos dirá hoy una mujer en el baile, por debajo de la flotante barba de su careta de raso, que no nos lo haya dicho otra ayer en un palco de la Ópera por entre las doradas varillas de su abanico de plumas? ¿A qué no nos atrevemos en el bullicio de la orgía, con la cara tapada, que no nos hayanos atrevido en el silencio del perfumado boudoir con la cara descubierta? Para desenvolverse, para conspirar o para lanzarse, ¿se necesita por ventura alguna idea del discreto antifaz o del misterioso dominó?
La política y el amor han tirado ya los andadores; la revolución y el cancán se pasean de la mano por la plaza y los salones públicos; el Carnaval no tiene razón de ser; y, sin embargo, existe. Como las wills, esas fantásticas apasionadas de la danza, se levantan al filo de la medianoche para bailar en silenciosa ronda en derredor de los sepulcros, el Carnaval sale todos los años de su timba envuelto en su haraposo sudario, hace media docena de piruetas en Capellanes, en el Prado y el Canal, y desaparece. Sus escasos prosélitos se agitan estos días guiados por intereses distintos: para ésos, el Carnaval es una cuestión de toilette, paa aquéllos, una especulación; para los otros, una borrachera con el derecho de pasearla al aire libre...
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
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