Pues, señor, dizque un cardenal (Hummes, de la congregación para el Clero) ha recordado algo que sabe todo cristiano, y es que el celibato sacerdotal "no es un dogma sino una norma disciplinar". Y he aquí que los medios laicistas van y lo traducen, con moral de victoria, en el sentido de que "la Iglesia podría replantearse el celibato". Ya saben, si la Iglesia quiere sobrevivir, no le queda más remedio que renunciar a semejante aberración. Pues no.
Lo último que necesita la Iglesia son sacerdotes que pongan condiciones a su entrega. Mi padre llamaba a eso chalaneo y, ciertamente, cuando uno responde a una llamada divina con un sí, pero, puedes estar seguro de que ni siquiera respetará los términos de ese contrato descafeinado. Lo que quiero decir es que no doy un duro por la fidelidad y la felicidad matrimonial de un cura que previamente ha retrocedido asustado ante otro compromiso no más exigente que el del matrimonio. En efecto, "es curioso cómo la gente suele admirarnos por la más ligera de nuestras cargas", decía el párroco norteamericano Leo J. Trese aludiendo al celibato. Y evocaba a una familia de feligreses suyos, feliz pero con el montón de problemas inherente a toda familia. Ciertamente, yo diría que la carga del celibato ni siquiera se nota cuando un sacerdote se entrega fielmente a todo el cúmulo de tareas que lleva aparejado su ministerio, sea este parroquia, capellanía o lo que fuere. Y porque la Iglesia sabe lo que comporta el estado matrimonial, a saber, un número no menos despreciable de obligaciones que requieren, asimismo, una entrega en cuerpo y alma, ha liberado a sus sacerdotes de esa servidumbre, gozosa servidumbre para quien está llamado a ella.
Envilece el matrimonio quien piense en él como un alivio en las noches solitarias. Es el sacerdote que tiene tiempo, demasiado tiempo para pensar en sí mismo el que se cuestiona su identidad sexual, mira a los niños con ojos enfermos o busca a Julieta en sectas coreanas. Y es el que emprende una vida marital pensando sólo en las satisfacciones de Venus el que más pronto naufragará. La felicidad viene, sin buscarla, de la fidelidad pétrea al propio camino, sin ponerle condiciones ni desear compensaciones, que vendrán por añadidura.